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El arte de la protesta

Oscar Guardiola-Rivera
08 de junio de 2021 - 11:00 p. m.

Cuanto más grande la manifestación, más poderosa es como una metáfora visible y tangible de su fuerza colectiva, representada como una polaridad que en ningún caso debe confundirse con “polarización”.

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Foto: Opinión

En las recientes manifestaciones en Chile, EE. UU., Colombia y otros lugares se ha observado que predominan el arte y la creatividad; pero nadie sabe lo que esto significa. Le he pedido a un artista de la región compartir su visión del Valle del Cauca: “La gente ha quedado expuesta, abandonada; sin infraestructura institucional de salud ni educación. A eso se suma el narcotráfico, que se infiltró y capturó instituciones democráticas como un cáncer y ahora ha hecho metástasis”. Aunque el impacto devastador del narcotráfico es bien conocido, lo que se ignora es hasta qué punto ha mutado en los últimos treinta años. Lejos de ser el enemigo público número uno que alguna vez fue, como lo muestran los melodramas de televisión, se ha enredado profundamente dentro de la cultura política del establecimiento. Ya no es tan solo un tráfico ilegal, sino una multinacional global en trance de unirse a otras formas extractivistas como lo real de la economía financiera de signos, servicios, arte e infoentretenimiento. Tras confesar algunos de sus crímenes sin dejar las armas y habiendo sufrido una especie de conversión, ahora es la encarnación más reciente de las culturas guerreras nacionalistas de la América Latina mestiza y blanca en su fase colonial tardía y zombi. Un cuerpo político montado en síntomas.

El principal de ellos es la tensión entre los actos de confesión autovictimizantes, organizados en torno al valor expositivo de los mea culpas institucionales o el arte monumental que supuestamente conducirían terapéuticamente a la reintegración y el monoculturalismo asertivo, encarnado por un sector duro de la población mestiza, blanca o vestida y enmascarada de blanco. Para ser entendido con propiedad, este último debe atribuirse a una posición de clase particular. Se trata de un núcleo poblacional que en su proceso de confesión y reintegración en la sociedad familiar tradicional se ha afirmado como la medida misma y la salvaguardia médica de la invulnerabilidad. De lo que importa o sobrevive y lo que se abandona a la muerte, pues no importa. Ha suplantado y simula al cuerpo político en su conjunto.

“Quizá lo que los más ricos intentan comprar con su riqueza saqueada es la ficción de la invulnerabilidad”, dice la crítica de arte Elena Sánchez. “Por eso pagan ejércitos privados que matan y desplazan por la fuerza a aquellos que se oponen a sus diseños”. Los cuerpos presentes en la manifestación son precisamente estos últimos: los cuerpos alienados, desplazados y racializados que Sánchez llama “subterráneos”.

A través de la creatividad estética no solo se hacen presentes a sí mismos y a los demás en la demostración, sino que también ensayan su poder manifiesto y anticipatorio. Cuando sucede en protestas masivas, el arte manifiesta la verdad en al menos dos sentidos: primero, como ensayos de transformación radical y conciencia. En segundo lugar, como un artificio que rompe con la vida ordinaria. El valor y la intensidad de una demostración es el resultado de su artificialidad: ahí radican sus propiedades anticipatorias y ensayadoras.

Hay que tener en cuenta que las manifestaciones suelen tener lugar lo más cerca posible de algún centro simbólico, ya sea civil o sagrado, como un monumento, una colina, una plaza, siendo sus objetivos rara vez estratégicos, que los manifestantes bloquean sin poder ocuparlos permanentemente y transforman en un escenario temporal en el que dramatizan el poder que aún no tienen. Aparecen como un objetivo para las fuerzas del orden y su cultura guerrera no por el banal argumento de su fuerza numérica, sino porque encarnan la contradicción entre su vulnerabilidad y su manifestación de un poder latente que puede ser realizado e imponen ese dilema a la autoridad estatal. Esta o bien escucha a la gente, con lo cual esta última realiza su poder, realiza la democracia, cambia el ambiente y las reglas, o bien el Estado la reprime con violencia y entonces es la naturaleza antidemocrática de la autoridad lo que se hace públicamente evidente. En ambos casos la fantasía de la invulnerabilidad del Estado y su núcleo poblacional se revelan como ficción, y es la anticipación de un mundo diferente lo que aparece como no ficción.

“La visión que un manifestante tiene de la ciudad y el medio ambiente que lo rodea como su escenario también cambia”, dice John Berger. Y ya que la subjetividad es una visión del mundo, también los manifestantes cambian.

Sus números dejan de ser meros números para convertirse en la evidencia de sus sentidos, las conclusiones de su imaginación. Cuanto más grande la manifestación, más poderosa es como una metáfora visible y tangible de su fuerza colectiva, representada como una polaridad que en ningún caso debe confundirse con “polarización”. Esta forma de extender y dar cuerpo simultáneamente a una abstracción, propia de las prácticas artísticas en las demostraciones, hace que los participantes sean más conscientes, de manera constructiva, de cómo pertenecen a una clase que puede prolongar o aplazar el tiempo de la protesta para extraer fondos de los beneficiarios del saqueo y la matanza, con los cuales financiar programas de justicia más amplios: salud, educación, etc. Lejos de ser cosmética, como en el caso de las pseudorreformas propuestas por los guerreristas, el arte de la protesta construye a la gente y ayuda a crear mundos diferentes.

 

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