Necesitamos un enfoque diferente de la teatralidad y la verdad en contextos políticos. El dramaturgo brasileño Augusto Boal dijo alguna vez que el primer paso hacia ese enfoque implica un acto de destrucción. En primer lugar, destruir la barrera entre los actores y los espectadores. Todos deben actuar. Todos debemos participar en las transformaciones de la sociedad.
Eso es lo que hicimos a principios de la década de 1990 cuando nos unimos como Movimiento Estudiantil para imponer a la clase dirigente colombiana una Asamblea Constituyente popular y una constitución basada en el nuevo principio de la democracia participativa. Aquellos que no hacen un balance de la fuerza radical de ese nuevo comienzo pasan por alto el verdadero significado de lo que sucedió en Colombia y el resto de las Américas después de 1991.
En segundo lugar, destruir el muro que separa a los protagonistas y los coros. Todos deben ser simultáneamente coro y protagonista. Pero la destrucción constituye sólo el paso inicial. Después viene la caracterización, la reconfiguración y el trabajo de composición. Significa sumergir las construcciones y deconstrucciones actuales en el conjunto más amplio de personajes y posibilidades adyacentes. Tal vez fue chocante y hasta escandaloso cuando el profesor de filosofía nos enseñó a comienzos de este siglo que cosas como la raza, el género, la ley y la nación eran construcciones sociales que podían ser destruidas o deconstruidas. Pero eso no era más que un preámbulo para la investigación. El problema es que muchos liberales progresistas y algunos en la izquierda cultural lo tomaron como una conclusión. “El sexo es una construcción social”, decían algunos. “La raza es una construcción social”, señalaron otros. La brillantez de ese pronunciamiento fue cegadora. Nadie se preguntó, ¿cuál es el siguiente paso? Si la vida está construida, ¿por qué parece tan inmutable? ¿Cómo es que la cultura parece tan natural? Además, si las cosas duras y sutiles han sido construidas, entonces también se pueden reconstruir.
Para reconstruir también necesitamos ir más allá del valor de choque de esa crítica pura y del puritanismo que ve la corrupción y el pecado solo en el prójimo, pero no en nosotros. Requerimos, como nos recordó el filósofo alemán Wolfram Eilenberger la semana pasada en Hay Cartagena, el mismo tipo de atención cuidadosa y concentrada de la que hablaba Simone Weil en La Ilíada; o, el poema de la fuerza. Ella escribió: “Sólo la persona que ha medido el dominio de la fuerza, y sabe no respetarla, es capaz de amar con justicia”. Me gusta esto porque saber no respetar la violencia es extremadamente difícil. Me gusta porque tomar la medida de la violencia sugiere no solo una intimidad sino también un delicado reflejo y reflexión acerca de ella que la convierta en algo completamente diferente. Y me gusta porque, junto con la noción de que la justicia sin amor se queda corta, podemos reconocer, como dice mi amigo Juan Felipe, las cualidades cuasimágicas de la catástrofe y la aparición pública, de la volatilidad y de las tecnologías que nos muestran estas catástrofes, escenas caóticas y apariciones. A través de la cámara y la televisión.
Tal vez sea esto lo que muchos colombianos se niegan a reconocer. El hecho de que, al tiempo que los asesinos y los políticos y terratenientes que los contratan o apoyan convierten a sectores de la población en cosas prescindibles y desechables, estos últimos reaparecen consagrados.
De ello se desprenden dos lecciones que debemos seguir tomando como puntos de partida para nuestras propias investigaciones, para continuar la lucha por la paz y los esfuerzos políticamente progresistas. Primero, los pueblos convertidos en nada regresan con toda su fuerza como un bumerán. O como fantasmas vengativos y relámpagos. La combinación fortuita de estos elementos da lugar a una suerte de arte de morir. En segundo lugar, es posible que en Occidente hayamos olvidado cómo estudiar tal arte, pero, como dice Susan Sontag, cuando estamos atentos, “todos los ojos... contienen ese conocimiento. El cuerpo lo sabe. Y la cámara lo nota, inexorablemente”. Ella se refería a las fotografías e imágenes de enfermedad y guerra. ¿Qué muestra la cámara? Tal vez muestre lo que Walter Benjamin escribió en sus Tesis sobre la historia. Una mezcla entre indignación y burla respecto de las narrativas lineales del progreso que nos empujan sin reflexión hacia adelante, e indignación respecto de una cierta izquierda alemana que estaba dispuesta a descuidar el hecho de que quienes se han beneficiado por la injusticia deben pagar, en favor de una esperanza engañosa en que el futuro siempre será mejor.
Lo que la cámara muestra es el hecho de que a pesar de esa fantasía, la de los liberales y los conservadores que creen que quienes murieron en la guerra pueden ser apaciguados, que hacer la paz significa pasar la página y seguir adelante como si nada hubiera pasado, una suerte de ritual de purificación para las almas bellas, o que la corrupción financiera y el autoritarismo son el pecado del prójimo pero no el nuestro (el pecado de los venezolanos, por ejemplo), deberíamos hacer bien en recordar la sabia observación según la cual ninguna cantidad de rituales puede apaciguar los espíritus inquietos de las personas que han muerto a causa de la guerra y la violencia.
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