La revolución está siendo televisada. Cuando menos transmitida vía internet. Ayer desde Wisconsin. Mañana desde Bogotá o Londres. Ello nos deja dos lecciones. La primera es que la historia de las ciudades modernas debe contarse hilando sus eventos de protesta: revueltas, riots, revoluciones.
El fuego de esta época, y la siguiente. En el caso de Londres, por ejemplo, se trata de la constante en una ciudad que cambia rápidamente. En la historia más reciente pueden contarse los poll tax riots, las protestas contra la guerra en 2003 y la privatización de las universidades en 2009, hasta culminar en 2011 cuando la ciudad estalló en llamas.
El fuego de aquel entonces se extendió a Manchester y Birmingham. Frente a las cámaras de la BBC, el notorio historiador conservador David Starkey culpó a quienes según dijo hablan un ‘patois jamaiquino ininteligible’ y ‘hacen que ya no nos sintamos en casa en nuestro propio país’. El racismo de sus declaraciones en 2011 se hizo más explícito hace unos días cuando a la vista de las protestas negras y descoloniales en las Américas y Europa Starkey declaró en un sitio internet de la alt-right que la esclavitud no podía ser calificada como genocidio. Pues, afirmó, ‘demasiados malditos negros habían sobrevivido’. La estupidez de semejante opinión es evidente al aplicarla al Holocausto: ¿Dejaría éste de ser un genocidio por el hecho de que los judíos sobrevivieron? Sólo un negacionista podría afirmarlo.
Starkey lo sabe. Sabe también que la sensibilidad liberal por hacer equivalentes todas las opiniones permite a los negacionistas torcer la verdad con mayor o menor impunidad, y que la política conservadora actual en tránsito posfascista está repleta de ellos. Los que niegan el Holocausto, y los que niegan las masacres utilizando eufemismos legalistas. La diferencia entre ambos es que a Starkey le obligaron a renunciar.
La segunda lección de la conflagración actual es que existe una conexión entre las revueltas de las calles y las urnas electorales. Las tendencias liberales y de izquierda lo saben. También los derechistas en trance posfascista. Pero algo han aprendido estos últimos mejor que las primeras: que la relación entre la calle y el voto no es inmediata. De la protesta callejera no se sigue la victoria electoral de liberales y progresistas. Brasil es prueba de ello. Los medios la median. Y entre menos tiempo dejan los ciclos noticiosos y el rating para reflexionar sobre hechos complejos o la ambigüedad de la existencia lo que media es el goce de opiniones e imágenes que apelan a nuestra miseria emocional: el otro tuvo la culpa.
El socialismo que viene, el inmigrante, el negro, el malo. También la izquierda cae en esa trampa. Eso que va de las masacres a los eufemismos legalistas que las niegan y a las entrevistas parciales sin calidad argumentativa. Buscan proteger a los ricos de los pobres. No lo dijo Marx. Lo dijo Adam Smith.