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Roban, saquean y matan. Luego nos dicen que lo han hecho para defender la democracia y en nombre de los derechos humanos. Y allí donde su violencia y sus masacres han dejado atrás tan solo ruinas, fosas comunes y muertos que no terminan de pasar, a ese desierto lo llaman paz.
Posan como salvadores ante los micrófonos y las cámaras; les celebran y les otorgan premios. Entre tanto, los sobrevivientes regresan a casa para encontrar el vacío y la nada. Para desenterrar huesos aplastados de entre los escombros que luego serán removidos para dar lugar a una Riviera, a un resort vacacional, una finca o una torre construida para el beneficio económico de quienes perpetraron las atrocidades.
Existe una expresión en árabe —hameeha harameeha—, recuerda la columnista Nesrine Malik, que traduce algo así como “quien nos protege es quien nos roba”. La entendemos bien en Colombia, quienes hemos tenido la experiencia vivida de perder el país, la tierra o el futuro, y de enfrentar otro en el exilio o esperar por años el retorno de los desaparecidos.
La entienden bien las madres de Gaza, que ahora regresan a sus entornos en ruinas para ver si pueden desenterrar los cadáveres de sus hijos y darles un funeral más digno. La entienden bien las madres de Israel que, al recibir entre lágrimas y goce a sus hijas e hijos, vivos o muertos, se preguntan: si lo acordado en este cese al fuego es lo mismo que ya se había acordado en mayo de 2024, similar a lo que ya se había acordado en noviembre de 2023, y que podría haberse pactado en los mismos términos en cualquier momento desde octubre de ese año, ¿por qué entonces se ha tardado tanto? ¿Por y para qué toda esta carnicería?
Solo una respuesta es posible: porque el objetivo ha sido, desde el comienzo y únicamente, visitar violencia catastrófica sobre una población indefensa por parte de quienes tienen el deber ético y legal de protegerla. “¡Exterminen a los salvajes y a los brutos!” Es la vieja historia que nos cuentan desde Antígona hasta La vorágine y El corazón de las tinieblas.
Esta semana, en el enclave turístico de Sharm el-Sheikh, en Egipto, una conferencia de muy alto perfil reunirá a Donald Trump, Keir Starmer y Emmanuel Macron, entre otros, para “terminar con la guerra en el estrecho de Gaza, dar lugar a mayores esfuerzos para lograr paz y estabilidad en Oriente Medio, y traer una nueva era de estabilidad y seguridad regional”.
Si el cese al fuego se mantiene, esa hipérbole podría ser un augurio del futuro. Pero se trataría de uno en el cual los perpetradores no responden por sus actos. Uno en el cual las causas de raíz se hacen de lado. Uno en el cual las injusticias del pasado se concentran en un presente acelerado por los imperativos de limpiar los escombros y arreglar las cosas para dar lugar a Jared Kushner o a Tony Blair, y a los estudios de arquitectura que diseñarán la nueva Gaza Riviera desde Nueva York o Londres.
Entre tanto, continuará la ocupación ilegal de Palestina, el sitio de Gaza, las demoliciones en Jerusalén Este y las invasiones de las casas que aún habitan los palestinos —y de las que fui testigo con mis propios ojos— en lo que parecía una versión no ficticia de la historia de Casa tomada de Cortázar, con dosis de horror en vivo añadido.
¿Podría alguien llamar a eso justicia? Y si no, entonces ¿qué le estamos pidiendo a las víctimas, que no tendrán acceso a algo parecido a la justicia? ¿Cuál futuro para ellas? Si el precio de la paz que imponen a Palestina los países europeos y la administración Trump consiste en renunciar efectivamente al derecho a la autodeterminación y la justicia, ¿no pasaría lo mismo en Ucrania? ¿O es que acaso juzgamos estos casos bajo premisas diferentes?
“Sin justicia no hay paz”, decían los estadounidenses que salieron a las calles de sus ciudades durante las protestas de 2020, y los jóvenes colombianos que salieron a las calles de las suyas en 2021. Ese es un principio diferente y una mejor orientación ética. Consiste en no seguir permitiendo que nuestras ciudades se construyan sobre fosas comunes y que los edificios se alcen sobre ellas como sus bóvedas. Consiste en no repetir la historia.
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