El pódcast más escuchado durante las semanas de verano en Europa y los Estados Unidos se llama “Ultra”. Presentado por la periodista Rachel Maddow, muestra la historia de como un grupo de miembros del Congreso estadounidense, muchos de los cuales se percibían como librepensadores, liberales, republicanos y demócratas, ayudaron y auparon un plan para derrocar al gobierno federal electo por voto popular a finales de los treinta y comienzos de los cuarentas del siglo veinte. Algunos de ellos fueron acusados de cometer el crimen de insurrección al planear un complot para poner fin a la democracia en América o suspenderla en beneficio de un gobierno de carácter pretoriano, fuerte y decisivo, para supuestamente rescatarla. Dicho gobierno no habría diferido mucho del que ya se había instalado en la Alemania de Hitler o en la España falangista. Los fiscales, bajo enorme presión política, procedieron de manera tal que su confianza en la ley como supuesto dique frente a intereses político-económicos particulares elevados a la categoría de intereses generales fue minada, y con ella la confianza de la ciudadanía en general frente a la creatividad y poder igualador de las instituciones.
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Ultra es la historia casi olvidada de lo que sucedió en los Estados Unidos. Y de nuestra responsabilidad en ese olvido. Cuando el extremismo “tradicional” encontró suelo fértil en la sociedad y política de la época. Durante un período en que los Estados Unidos veían converger tendencias internas expansionistas y de división religiosa o racial con la financialización capitalista de la vida cotidiana, la apoteosis de la guerra expansionista en el espacio internacional y la proximidad al poder. Cuando oficiales y políticos electos en democracia se involucraron junto a la ultraderecha más violenta en un complot para sacrificar a la democracia con el fin de, supuestamente, salvarla. Pero, sobre todo, es la historia de los extremos a que pueden ir quienes desean cubrir sus propios hechos, sus intereses, y sus culpas.
Como dice Maddow, cualquier parecido con la realidad actual no es coincidencia. Hoy, tanto en la España próxima a elegir un nuevo gobierno como en los Estados Unidos, se nota en las conversaciones ordinarias y en los medios el acento en las mismas opiniones, teorías conspiratorias, y vacuos argumentos que justificarían el regreso de un gobierno fuerte, decisor, más o menos cercano y aliado de la ultraderecha violenta para salvar a la democracia de las supuestas tendencias “social-comunistas” en su seno. Así para ello sea necesario sacrificar este o aquel chivo expiatorio ―las mujeres, los inmigrantes, la izquierda— y entonces también a la democracia misma, sus conquistas y derechos progresistas. En últimas, no se trata de suspender o abolir temporalmente a la democracia y los derechos para salvarla sino de salvaguardar la libertad de unos pocos para rebajar aún mas los salarios, las pensiones, y mantener la “flexibilidad” del mal llamado mercado de trabajo libre con tal de sostener o aumentar sus ganancias en una época de crisis.
Esa es la función de los partidos fascistas de ayer y sus derivados contemporáneos. De Vox, al que las encuestas vaticinan se convertiría en el “kingmaker” del Partido Popular español fundado por el ministro franquista Fraga Iribarne y cada vez menos distinguible de Vox y el “trumpismo” americano. Es también la función del “trumpismo”, tan hipercargado en los Estados Unidos tras los intentos de llevar a su líder a los tribunales que los estudiosos allí hablan de una nueva “guerra civil” suave o lenta en curso. Algo que resuena con las hipótesis de golpes suaves, lawfare, y decisionismo en el resto de las Américas, en El Salvador, Guatemala, Colombia y Argentina. Como demuestra Maddow en Ultra, ello es posible precisamente por la indiferencia de los liberales frente al ascenso de nuevos y viejos fascismos. Y por su exagerada confianza en una regla de derecho que ellos mismos fetichizan al rechazar las reformas que la mayoría clama y necesita (salud, pensiones, educación, control de precios…) y de paso confirmar ante los ojos de la ciudadanía lo incambiable del estado de cosas. Y al coquetear con la noción del estado crisis permanente que confirma la regla.
Ultra es una historia de esas que los anglosajones llaman “cautionary”. Una advertencia. Quizás, también, una profecía. Una historia del pasado que aparece ante nuestros ojos como memoria de un futuro distópico y posible. Nos obliga a preguntar: ¿cómo encender en el espacio público de nuestras redes sociales y cámaras de eco la llama de la esperanza plebeya, de manera que seamos capaces de iluminar la imaginación colectiva y el camino hacia un futuro diferente?
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