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Un cuento de Navidad

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Oscar Guardiola-Rivera
24 de diciembre de 2025 - 05:05 a. m.
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Esta semana soñé un cuento de Navidad. No la historia clásica de Charles Dickens, sino una pesadilla. Una pesada ópera bufa. O mejor, una farsa y no una repetición trágica de la historia. El protagonista no era Scrooge, sino un constructor neoyorquino en el papel de fantasma de las navidades presentes y pasadas. En el sueño, no era presidente de la nación norteamericana, sino el personaje interpretado por el legendario actor británico Peter O’Toole en la película producida por el publicista porno Bob Guccione en 1979. En su afán de borrar cualquier evidencia que pudiese asociar su imagen y su nombre al de un reconocido pederasta convicto, el protagonista se daba a la tarea de cubrir con sus manos llenas de tinta negra páginas enteras de documentos. En el sueño la tinta negra era revelada como sangre que goteaba de sus manos hasta convertirse en una riada caudalosa y convulsa, cuya boca desemboca en el mar Caribe y lo ahoga en fuego y en sangre. Lo dicho, una ópera bufa producida por Bob Guccione. De mal gusto, pero con excelentes actores británicos: O’Toole interpretando al emperador romano Tiberio, Malcolm McDowell en el papel de su sucesor aún más perverso, una joven Helen Mirren en el papel de centerfold, madre religiosa y esposa devota. Mal editada por el hacha de su productor cuando fue publicada en la década de los setenta con estética disco y coca, cosmococa, la película fue al tiempo ignorada y destrozada por la crítica en su época. Fue, sin embargo, un éxito de taquilla en esos años. Quizás por ello, y no por coincidencia, ha sido reeditada para acercarla a su versión original, algo más Riefenstahl, más Saló y los Ciento Veinte Días de Sodoma y menos cosmococa.

Se la encuentra disponible en alguna de las plataformas. Contra esa farsa más y menos facha, el surrealismo. Nos lo sugiere en estos días la escritora canadiense Naomi Klein en un artículo escrito originalmente para la excelente revista Equator, traducido al español y vuelto a publicar en la edición del fin de semana del periódico El País, de ese país y que aspira a ser global. Algo de paradoja puede haber en esa aspiración y en el hecho de que una tecnología supuestamente caduca, como el periódico o la revista cultural, aparezca rediviva en el presente cual sustancia embriagante y transgresora, un antídoto para enfrentar las toxinas de las tecnologías de información y las cajas chinas encerradas en cajas chinas de nuestro presente. Es la paradoja a la que apuntaba el crítico surrealista del surrealismo Walter Benjamin, citado por Klein en su artículo. Cuando las tecnologías del pasado retornan y aparecen más relevantes en el presente que las tecnologías dominantes de ese presente, apuntaba Benjamin, estamos ante un síntoma de una enfermedad más profunda. O de algo aún más perverso que los personajes de pesadilla inspirados en la estética de Riefenstahl y Guccione.

El antropólogo surrealista Michael Taussig, que conoce mejor el Caribe y a Colombia que muchos de los nacidos en ella, llama a esa condición un “oscurecimiento sublime”. Acuñó ese concepto cuando trabajaba junto al jurista y también antropólogo, hoy investigador de la JEP, Juan Felipe García, entre los campos de sembradío de palma africana en las tierras arrebatadas a sangre y fuego a los campesinos nativos del noroeste de Colombia por parte de terratenientes y paramilitares que hacen parte hoy de su propia farsa y de la farsándula colombiana. Pero el concepto hunde sus raíces entre los poetas negros caribeños y latinoamericanos que Klein no menciona en su artículo. Dicha ausencia e ignorancia son también un síntoma, pues fueron ellos quienes mejor diagnosticaron la enfermedad aún presente en nuestra cultura, ese fantasma del pasado que aparece en el presente disfrazado de imperio romano decadente. Lograron identificar ese malestar en la cultura al ser testigos del ascenso del fascismo, no en Alemania, sino en la iluminada Francia de comienzos del siglo veinte.

En la revista Legítima Resistencia, de tan solo un número, y en escritos como Significado Anti-Fascista del Surrealismo, Simone y Pierre Yoyotte junto a René Ménil, entre otras y otros, distinguieron una miseria psicológica diferente en sus objetos y procesos de esa otra miseria, la miseria económica, que resultaba de las formas más realizadas del capitalismo tardío, al menos en términos de su aparato espectacular y publicitario. En ese nivel, el que hoy llaman “de la guerra cultural”, la apoteosis de la violencia política y económica alcanza la psicología y el alma de las personas. En particular, aunque no solamente, de las clases medias que no desean autoidentificarse como clases trabajadoras, sino que aspiran a convertirse en miembros de las clases millonarias y billonarias porque ven como estas pueden usar su riqueza para ponerse por encima de las reglas legales y morales o religiosas que sin embargo imponen de manera estricta, diríase autoritaria, al resto de la sociedad. Son estas clases llamadas medias las que se encuentran mejor dispuestas para que el aparato publicitario les inocule de racismo y sentimiento antinegro o antiinmigrante y las absorba, con lo cual se las prepara para una contrarrevolución de los ideales y las ideas que se levanta, a una, en contra del dinero y de las pasiones alegres para entristecerlas y volverlas a ellas y al alma de las sociedades grises y descoloradas.

Se trata de una suerte de autocolonización, una forma de ver la historia no ya como fuente de iluminación y conocimiento esperanzado. Al contrario, y como diría la escritora panameña Linda Martin-Alcoff, en este caso la historia y la libertad de opinar sobre ella facilitan una estructura de ignorancia y son el motor de nuestro “sublime endarkenment”.

A todo esto, el emperador Tiberio Guccione de nuestra pesadilla farsa navideña dibuja en sueños una flotilla dorada para convertir el mar Caribe en su Coliseo privado de película porno setentófila. Para despertar de esa pesadilla, quizá sea necesario un nuevo surrealismo.

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