La situación del país tras tres años de gobierno de Petro se hace cada vez más caótica. Prueba de ello fue lo ocurrido el domingo 20 de julio en la instalación de la última legislatura del Congreso en lo que tiene que ver con este cuatrienio digno de olvidar, pero no de ignorar.
La forma en que el presidente se dirigió al Congreso, sus posturas, sus manías, su forma tergiversada de ver la realidad, sus amañadas cifras, su concepción sobre el irrespeto a la oposición y su ya afamada intransigencia con las opiniones ajenas, demostraron que estos últimos años no solo han significado una pérdida de oportunidad para el desarrollo, sino también, la involución de muchas de las cosas ganadas y adquiridas fruto del trabajo serio -o, al menos, mucho más serio- de gobiernos anteriores.
Como bien se lo hicieron saber los que discursaron a nombre de la oposición, no hay ninguna realización importante que advierta que algo se ha ganado en estos años. Por el contrario, mucho sí se ha perdido ante tanta improvisación, falta de rigor, discurso vacío de contenido y proyectos irrealizables. Un país violento, intolerante, grosero, preso del fanatismo y delirante es lo que Petro está dejando como herencia.
Colombia atraviesa momentos de dificultad, triste legado para quien era considerado por muchos como un redentor. Los equivocados que decidieron confiar en Petro para tan altos menesteres, por fortuna, son hoy conscientes de que esto del Pacto no tuvo nada de histórico, pero sí de catastrófico.
Muchos lo han advertido: la oposición también se encuentra en crisis. La existencia de decenas de candidatos que creen tener los pergaminos para ser presidentes -pues al compararse con Petro todos pasan por estadistas-, la falta de cohesión y la ausencia de liderazgo bueno y firme, resultan ser lo más sorprendente y demuestra que aún no hay un líder con posibilidades reales de ganar que nos guíe hacia la salida del atolladero.
La oposición se ha dedicado a caer en la tentación de parecerse a quienes hoy gobiernan. Acude al insulto, a los gritos, a las mentiras, a las cifras amañadas, a la insensatez y al radicalismo como estrategia política, descendiendo hasta lo más bajo, casi que “al nivel Petro”. Y ello es un error, pues ahí el petrismo es imbatible, invencible. Uno no puede jugar con las mismas bajezas que su contradictor, pues, por lo general, es nadar en arenas movedizas mientras el otro nada como pez en el agua.
No es bueno, para nada, que la oposición acuda a los gritos, a las groserías y a los insultos para descalificar a Petro, pues al final, es lo que Petro quiere que pase para victimizarse. Es ayudarle al payaso a montar la carpa del circo. La oposición debe recurrir a ideas que emocionen, que restablezcan la confianza, que generen admiración y que den esperanza.
Si alguno de quienes hoy están en la oposición representando a millones de inconformes quiere ganar las elecciones, tiene que hacer un esfuerzo destacado por construir un discurso propositivo que permita entender que por ahí es la cosa, y no que se trata de lo mismo desde otra orilla.
Gritarle a Petro una que otra cosa es una tentación con la que todos nos hemos embriagado y distraído. Pero eso es lo fácil, lo difícil es hacerlo con inteligencia y con ideas, pues al final se trata de lograr transmitir optimismo mezclado con realismo: no existe un mecanismo más honorable para derrotar a un contradictor.
Desagradable, y sobre todo desilusionante, ver cómo un presidente sale corriendo del Congreso con la mano alzada y el puño en señal de guerra, al paso que es también triste que, en el recinto sagrado de la democracia, solo gritos se escuchen en contra de quien gobierna. La izquierda radical lleva años gritando como insensatos energúmenos, lo que parece haber contagiado a la oposición.
No señores, así no es. Menos gritos y más ideas, de lo contrario, terminaremos pareciéndonos a lo que tanto criticamos y detestamos.