Esta es la última columna que escribo en el gobierno Duque. Ya la próxima semana, para mal o para bien, estaremos en manos de otro presidente, del cual tendremos mucho tiempo para ocuparnos, también desde la oposición, con la actitud de reconocer aciertos y criticar desatinos.
Eso traté de hacer con Duque: reconocer aciertos y criticar desatinos. Sin embargo, me resultó difícil, casi que imposible. Intenté de mil maneras encontrar algún acierto en este cuatrienio que fuese realmente relevante, algo por lo que de forma positiva él pudiese pasar a la historia, ser inolvidable para los colombianos o quedarse de manera perpetua en la retina de todos. Imposible, no fui capaz de verlo. Eso no quiere decir que algo bueno no hiciera Duque, pero fue más lo malo, y lo trascendental, ciertamente, nada.
Basta preguntarse: ¿este país lo recordará por algo positivo y al mismo tiempo verdaderamente transformador? ¿Logró, por decirlo de alguna manera, inmortalizarse por haber hecho algo sobresaliente mientras ejerció la presidencia? La verdad es que no tengo noticia de ninguna ejecutoria con esas características. Eso sí, gobernó viendo pasar los días.
Duque nunca conectó con el país. Ser un presidente joven no fue su pecado; ser un presidente infantil sí lo fue. Desde el primer día se comportó como un niño, como un súbdito de Uribe, como un payasito que quiso quedar bien con todo el mundo, siendo amable, adulador y simpático al saludar, pero rastrero y puñalero por detrás. Cantó, bailó, tocó instrumentos y jugó fútbol; nada le funcionó. Posó de bonachón para ocultar sus ganas de venganza, su radicalismo, su terquedad, su fanatismo de derecha y su intención de gobernar solo para quienes lo eligieron. Nunca entendió.
Duque gobernó, como innumerables veces lo advertí, con el espejo retrovisor. Él y sus principales funcionarios solo pensaron en Santos y en quienes los antecedimos en cada uno de los cargos dentro del Estado. El gobierno anterior se les convirtió en una obsesión: había que hacerlo quedar mal y pasarle por encima, no se le podía reivindicar ni agradecer nada. Manejaron el país mirando todo el tiempo para atrás y, claro, se estrellaron. Una administración que solo será recordada por mala.
El pueblo colombiano lo supo siempre. Duque nunca tuvo popularidad. La buscó y le fue esquiva. Ya no basta sonreír para ser considerado un buen presidente. En estas épocas, la única opción es gobernar bien para contar con la aceptación ciudadana mientras se ejerce el poder. A Duque le fue imposible. Su popularidad promedio es la peor de todos los que han pasado por la Casa de Nariño en las últimas décadas. Y eso tiene un razón: el país nunca lo quiso ni lo admiró.
Lo de Duque y su partido fue tan escalofriantemente malo, que no lograron tener ni siquiera un candidato presidencial de los suyos. Les tocó renunciar a ello y escarbar por aquí y por allá. A todo candidato que tocaron o bendijeron lo echaron a perder. Fueron como una especie de sepultureros. No hubo nadie que pudiera hacer política vendiendo el continuismo de Duque o el de su ya moribundo partido Centro Democrático.
El pasado domingo, una importante revista tituló “El legado de Duque”... y yo me he preguntado: ¿cuál legado? Bueno, seguramente encontré la respuesta que resume lo que he tratado de decir en esta columna: el legado de Duque es Petro. Y eso lo perseguirá eternamente.
Sí, señores, caímos en las manos, yo diría más exactamente en las garras, de Petro y sus perversos aliados, por cuenta del mal gobierno de Duque. Él es el gran culpable de que su otrora rival derrotado en 2018 sea ahora su sucesor en 2022 y próximo dolor de cabeza para Colombia.
Chao al aprendiz Duque, a quien le hice oposición y no me arrepiento. Hola a Petro, a quien también le haré oposición, pues no solo estoy en ella, sino que en ella seguiré.