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De movimiento insurgente a movimiento insultante

Pablo Felipe Robledo

12 de noviembre de 2025 - 12:05 a. m.

La conmemoración de la trágica toma del Palacio de Justicia por parte del M-19 en 1985 (hace 40 años) es, sin duda, un momento de profundas reflexiones no solo sobre lo realmente ocurrido en la barbarie vivida durante esa semana, sino también, sobre las condiciones en que fue pactada La Paz o desmovilización (indulto y amnistía) al M-19.

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Surge la necesidad de referirnos al M-19, un movimiento que inmerecidamente tiene más imagen de la que en realidad se merece. Hay quienes piensan –y no son pocos– que se trataba de un grupo de intelectuales, de soñadores, de literatos y de indefensos que solo querían subvertir el orden para procurar un mundo mejor, es decir, hay quienes consideran a los miembros del M-19 eran –y son– unas mansas palomas poseídas por una especie “Robin Hood”.

Pero la verdad, el M-19 fue un grupo guerrillero con nexos con el negocio del narcotráfico, dedicados a la extorsión y al secuestro, y a ejecutar actos terroristas de gran impacto como el robo de la espada de Bolívar en 1974; el asesinato en 1976 de José Raquel Mercado, un líder sindical presidente de la CTC, quien luego de permanecer en cautiverio (secuestrado) por más de 64 días fue condenado a muerte en un “juicio popular” por “traición a la patria”; el robo el 31 de diciembre de 1976 de las armas del Cantón Norte; la toma en 1980 por más de 61 días de la Embajada de República Dominicana; la toma en 1985 del Palacio de Justicia en donde murieron indefensas y asesinadas más de 100 personas, entre ellas, 11 magistrados de la Corte Suprema y del Consejo de Estado; y el secuestro de Álvaro Gómez Hurtado en 1988.

Es decir, la historia del M-19 estuvo siempre enmarcada entre la muerte, el dolor, el delito, la masacre y el espectáculo.

No sé ustedes, pero al menos yo no reconozco entre los sobrevivientes del M-19 que resultaron indultados o amnistiados en el proceso de Paz de 1990 durante el gobierno de Barco a ningún intelectual, pero a ninguno es ninguno. Tampoco entre quienes fallecieron a manos de las autoridades en su lucha subversiva. Cualquiera de los que allí son considerados ilustrados, en la calle son ciudadanos del común o, al menos, de los que brotan espontáneamente en cada esquina.

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Al país le retuerce saber que hoy el M-19 y sus herederos no solo gobiernan desde la misma Plaza de Bolívar, otrora en llamas y ensangrentada por la masacre del Palacio de Justicia, sino que para estar en donde están, han llegado sin pedir un mínimo de perdón ni al Estado, ni a las instituciones, ni al país, ni a los ciudadanos, y ni a sus víctimas y familiares. Al contrario, el M-19 se ha empecinado no solo en procurar que nunca se les haga un juicio sino en pretender cambiar la historia sobre sus sangrientos actos terroristas, sin siquiera ponerse colorados.

Lo que vivimos la semana anterior fue francamente inaudito. El presidente Petro, ex miembro del M-19, se ha dedicado, no de ahora sino de años atrás, a que el país apunte sus críticas no solo frente a las fuerzas del orden encargadas de la retoma, sino también, de manera miserable, frente a los propios magistrados de las altas cortes y sus familias. Así muestra Petro lo que ya sabemos de él: ni lástima siente, ni respeto ofrece, ni prudencia ejerce, ni verdad dice.

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Muy triste ver cómo las propias altas cortes se vieron en la obligación de excluir a un presidente de las conmemoraciones del Palacio de Justicia. Lamentable también fue ver cómo los familiares de varios de los magistrados asesinados tuvieron que salir a reivindicar el buen nombre de sus allegados ante la delirante arremetida de Petro contra la verdadera historia. Petro revela una posición sin salvamento de voto por parte de ninguno de sus compinches M-19, lo que lo pone a uno a pensar que los exguerrilleros se ganaron el perdón en una rifa sin que hayan logrado cumplir con el hecho de que estos procesos de paz llevan intrínsecamente una obligación de verdad, justicia y reparación. Por esta razón, el M-19 ha pasado de ser un movimiento insurgente a uno insultante.

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