Hace cinco años voté a favor del proceso de paz. Voté sí. Y lo hice no por ser un funcionario más del gobierno Santos, sino por el pleno convencimiento que tenía y sigo teniendo sobre el hecho, para mí incontrovertible, de que Colombia no solo se merece vivir en paz, sino que lo necesita. Votaría por todo aquello que signifique alcanzar la paz no solo una vez, sino cuantas veces sea necesario.
Cada día que pasa reconozco en ese proceso por demás largo y complejo que fue el Acuerdo de Paz con las Farc un acierto total. Advierto sus imperfecciones, sé que no es integral respecto de toda la subversión o los grupos generadores de violencia, pero al mismo tiempo advierto que en esa materia es lo más importante, además de osado, que como sociedad hayamos podido construir no para ponerle fin al conflicto, sino para darle inicio al fin del conflicto, que ciertamente no es lo mismo.
Ha sido una desgracia para Colombia que la perversidad, la vanidad y el cálculo electoral de Uribe —que es en lo que sí es “bueno” Uribe— hayan dado al traste con la idea de que la totalidad de los colombianos rodearan y respaldaran ese proceso. Primó más la campaña de las mentiras, de las redes sociales usadas para desinformar y las desenfrenadas andanadas de una cantidad importante de desadaptados políticos de extrema derecha —léase uribismo—, que la imperiosa necesidad de construir una paz duradera.
Ha sido también una desgracia la llegada al poder de Duque. Un hombre sin convicciones de Estado, mezquino, primario, subordinado, pequeño, pero sobre todo inferior. Sí, un hombre inferior a su compromiso con la historia que necesitamos escribir para salir adelante como nación. Un tipo inferior a su generación, a su tiempo, a su momento. ¡Qué pesar!
Por esa razón, hago parte de quienes creen que en esta coyuntura la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) y la Fiscalía de la Corte Penal Internacional (FCPI) le dieron una lección al presidente Duque, que para el bien de la consolidación de la paz resulta importante. Vital.
La paz no solo es un acuerdo en un frío papel. Lo importante es la capacidad que tengamos como país para implementarlo, para ponerlo a marchar. Le tocó al presidente Duque, así sea a regañadientes, someterse a la JEP y reconocer que, a pesar de los palos en la rueda que su gobierno le ha metido e intentado meter, esa novel institución cada vez va arrojando más resultados en el contexto, claro está, de su esencia como órgano de justicia transicional.
Espaldarazo importante el que le dio la FCPI al cerrar la indagación preliminar que sobre Colombia tenía desde el año 2004, bajo la tesis de que aquí —sí, aquí en Colombia— hay la posibilidad de llegar al fondo en las investigaciones sobre las graves y oprobiosas conductas de diferentes agentes en el marco del conflicto armado. Esa es la lectura que debemos darle a lo ocurrido la semana pasada y no dejarnos distraer porque Duque, como buen indelicado, salió a simular felicidad y a vender el hecho como un logro de su gobierno, cuando en realidad no lo es. Es más que eso, o, si se quiere, es a pesar de eso, un logro de Estado. Así de claro.
Pero también hay que entender a Duque. Él está tratando de coleccionar logros, así sea falsamente, pues lo cierto es que nada importante tiene para mostrar. Por fortuna para todos los colombianos, el tiempo de Duque se está acabando. Ya queda muy poco, y su salida y la posibilidad de que llegue un gobierno de centro al poder contribuirán a la consolidación del proceso de paz. Es ese, y no otro, el proyecto político que hay que ayudar a construir en los próximos meses.
Por ahora, creo que tenemos que celebrar que la JEP goce del respaldo de un sector importante de la sociedad, de la comunidad internacional y de la FCPI, lo cual es clave para ir consolidando una paz duradera entre los colombianos.