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La institucionalidad

Pablo Felipe Robledo
12 de agosto de 2020 - 05:00 a. m.

El Poder Judicial, que representa una institucionalidad vital para el adecuado funcionamiento del Estado, ha dado muestras de histórica valentía. Por décadas ha enfrentado, en ocasiones contra viento y marea, a las más temibles organizaciones delincuenciales que, como plagas y al mismo tiempo, han conspirado contra Colombia.

Narcotraficantes, paramilitares, guerrilleros y sus relaciones con la política y los políticos han sido el pan de cada día. Y, más bien que mal, la justicia colombiana ha sabido enfrentar esos fenómenos delincuenciales, con más aciertos que errores y siempre poniéndoles el pecho a las circunstancias, incluso, a costa de la vida de centenares de sus funcionarios.

Es inevitable que los casos que comprometen un juicio sobre el comportamiento de funcionarios, empresarios o personas que ejercen algún liderazgo estén rodeados de todo tipo de comentarios. Ocurre aquí y en cualquier parte del mundo. Pensar que esos juicios se adelanten sin que nadie opine es francamente utópico.

Siempre se habla de persecuciones, montajes, violaciones al debido proceso, intimidaciones, conspiraciones o revanchismos. Y eso lo dicen tanto los que acusan como los que defienden, para afirmarlo o para negarlo. Triste, pero cierto.

Sin embargo, lo realmente importante es que al final de cuentas esas manifestaciones siempre resultarán secundarias frente a lo que decida la institucionalidad. Aquí y en cualquier país del mundo civilizado, quien manda es la institucionalidad. Sí, ese conjunto de entidades y personas en quienes hemos acordado depositar la confianza para resolver las mismas causas por las que la gente opina, grita y marcha, a favor o en contra. Y, la verdad, no puede ser diferente. Eso es Estado de derecho, civilidad, modernidad y respeto por las reglas sociales de juego. Lo demás es anarquía.

Estamos llenos de pasiones, anhelos, posiciones filosóficas, ideológicas y políticas. Todo el mundo las tiene y, de una u otra manera, las expresa. No hay nada malo en ello, siempre y cuando el tono sea el correcto. Sin embargo, todo comentario tiene una alta carga de “beneficio de inventario”, pues cuando se expresan opiniones sobre una determinada decisión de la institucionalidad, se hace desde el desconocimiento de los expedientes, de sus pruebas y de la obligación que tiene quien debe adoptar la decisión de cumplirle a la Constitución, a la ley y, si se quiere, al deber ético de hacerle honor a lo que juró defender, sin importar si ello le apetece o no a la opinión pública o a un sector de ella.

Tenemos que aprender, y eso hace parte de nuestro proceso de crecimiento como sociedad, a creer en las instituciones y respetarlas. Ellas toman decisiones con apego a la legalidad y en función de acertar en la construcción de un mejor país. Y cuando se cree que no, hay recursos, instancias e instituciones para ventilar los reparos frente a esas decisiones.

En estos momentos en que las autoridades judiciales están tomando decisiones respecto a procesos que suscitan el mayor interés nacional, hay que calmarnos, rodear a las instituciones, dejar que hagan su tarea y respetar sus determinaciones, sean de nuestro gusto o no. Esto debería ser la regla de comportamiento de todo ciudadano.

No ayuda a consolidar la democracia que un presidente opine sobre decisiones judiciales, pues dentro de lo que juró defender está la independencia de los poderes públicos. Un presidente no puede olvidar que todos esperamos que se comporte como un estadista y no como el jefe de un partido político.

 

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