El pasado viernes fue el acto de posesión de Iris Marín Ortiz, nueva defensora del pueblo. Allí estaban, entre otros, el presidente Gustavo Petro, para posesionarla, y la nueva funcionaria, para jurar respetar y hacer cumplir la Constitución y la ley.
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En primer lugar, habló la defensora del pueblo. O, mejor dicho, leyó su discurso, el cual no fue ni bueno, ni malo, ni regular. Leído, lleno de lugares comunes, pero muy importante para lo que se vendría cuando le tocara el turno al presidente Petro. Sin ella saberlo, claro, lo que haría aún más inentendible lo que pasó.
La defensora del pueblo, en su discurso, hizo fundamentalmente una reivindicación de la mujer. Empezó por decir que era inaudito que tan solo ahora luego de 33 años de su creación por la Constitución de 1991, ella fuese la primera mujer en ser elegida defensora del pueblo. Siguió reivindicando las luchas que deben darse contra las violencias ejercidas contra las mujeres, su participación efectiva en todos los asuntos públicos y privados y destacó su condición de mujer para decir que aceptaba la responsabilidad en nombre de las mujeres y alertó que defender a las mujeres sería su prioridad.
También le alcanzó para postrarse ante Petro y sentenciarle, como le gusta a él, algo de caudillo, algo de ser el primero, algo de no haberlo nadie pensado antes. Le dijo: usted fue el primer presidente de la república en confiar plenamente en la mujer para liderar la defensoría del pueblo. Y gracias.
Y claro, todo iba más o menos según lo previsto, hasta que habló Petro, como siempre. Hasta que llegó el delirio, el odio, las comparaciones absurdas, lo inentendible, el narcisismo, la tergiversación de la historia, el insulto, la división y la frase o frases que le cambian la agenda al país, para mal, y lo distraen del trabajo en las necesidades públicas, pero le da titulares, en boca de todo el mundo, y todo patas arriba.
Además de creerse Petro la reencarnación de Bolívar, o al menos insinuarlo -no estoy tan seguro aunque Petro sí debe estarlo-, y además de decir varias incoherencias en tono extraño, nuevamente extraño, mezclando peras con manzanas, entre lo ridículo y jocoso, pero muy preocupante, Petro terminó diciendo que las periodistas de Colombia son “muñecas de la mafia”, palabras que, estoy seguro, le perseguirán sin piedad y de forma implacable no solo hasta el último día de su gobierno, sino hasta el último día de su vida.
¡Qué falta de todo! ¡Qué insensatez! ¡Qué tremendo error! Pero, sobre todo, qué falta de consideración con las miles y miles de periodistas, famosas o no, que trabajan con tesón, ahínco, sacrificio y esmero por mantener informados a los colombianos o por opinar sobre los temas de actualidad. ¿Cuántas mujeres periodistas han sido ultrajadas, vilipendiadas, humilladas, violadas, heridas y asesinadas en la geografía nacional? ¿Será que eso no le pasa al presidente por la cabeza?
La verdad, nada más alejado de la realidad, nada más extraño a la misma. Es muy difícil imaginar que las mujeres periodistas que cubren Palacio, especialmente aquellas con la experiencia de seguir al presidente Petro, no lo vean todos los días, no se suban al avión presidencial y no cubran sus noticias. Sin embargo, lo hacen con el desprecio que merece alguien que, desde el poder, se siente con derecho a compararlas con prostitutas al servicio de traquetos. Ellas saben que, si alguien ha tenido cercanía con estos personajes, es el presidente que una mínima mayoría eligió para gobernarnos hasta 2026. Eso espero.
A todo esto, lo cierto es que la defensora del pueblo quedó incómoda, confundida, aturdida, pero debió pararse e irse o, al menos, mandar al presidente inmediatamente para los mil demonios, y ahí su inicial discurso sí hubiese cobrado sentido.