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Llegó la hora de replantear

Pablo Felipe Robledo

11 de mayo de 2022 - 12:30 a. m.

En noviembre del año pasado escribí una columna aquí en El Espectador que titulé “Tramposos confesos”, refiriéndome a la modificación de la Ley de Garantías en pleno proceso electoral a través de la inclusión de un orangután en el proyecto de ley de presupuesto impulsado por el Gobierno Nacional en el Congreso de la República.

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Cualquiera con dos dedos de frente sabía que lo que el Gobierno y sus amigos congresistas estaban haciendo era abiertamente inconstitucional. Incluso Duque, años antes cuando era senador, se había opuesto con vehemencia a un proyecto similar, no dudando en calificar la iniciativa de aquel entonces como una vil estrategia del “partido de gobierno” para perpetuar “sus instancias de poder con los candidatos de sus afectos”, lo cual, según él, “laceraba la democracia”.

Al paso que el otrora senador Duque decía eso, Uribe (su patrón) vociferaba en la puerta de un restaurante, con un corrillo de fanáticos aduladores, que aquello de modificar las garantías electorales en pleno proceso electoral era “trampa de los malos perdedores para poder asegurar victorias fraudulentas”. Lindo hablaban los senadores opositores Duque y Uribe, pero después terminaron, ya como gobierno, haciendo lo mismo, es decir, reformando la Ley de Garantías en plenas elecciones y, por ende, lacerando la democracia en beneficio de sus amigotes políticos con el fin de perpetuarse en el poder y asegurar victorias fraudulentas.

Casi todos los columnistas, opinadores, opositores y académicos le dijimos al Gobierno, en ese momento, que esa reforma no solo era inconstitucional sino de muy mal gusto, pues modificar esa ley en pleno proceso electoral era impresentable bajo cualquier punto de vista. Solo les bastaba a Duque y a Uribe remitirse a sus propias palabras de años atrás, pero ni así.

Como fue costumbre durante este triste y perdido cuatrienio de Duque, el Gobierno no oyó, no le importó y siguió adelante con su asalto a la democracia, que la Corte Constitucional solo pudo parar mediante la sentencia de la semana pasada que declaró la inconstitucionalidad de ese adefesio de orangután. Y lo hizo la Corte en términos escandalosos, porque, palabras más, palabras menos, dijo que había sido una reforma grosera y abiertamente violatoria de la Constitución, y que en virtud de esas circunstancias dejaba sin efecto los más de 600 contratos por casi $4 billones que, al parecer, se suscribieron al amparo de esa brutal reforma a la Ley de Garantías; decisión que genera muchas preguntas y consecuencias jurídicas que habrán de resolverse, pero no son el motivo de esta columna.

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Todo este episodio conlleva la necesidad de consagrar en la legislación colombiana una facultad expresa que le permita a la Corte Constitucional, en casos excepcionales, decretar la suspensión de los efectos de una ley mientras decide de fondo sobre su constitucionalidad o inconstitucionalidad, o que la misma Corte lo haga —suspenda los efectos de una ley— acudiendo a la protección de los postulados máximos constitucionales, que en este caso, a pesar de la sentencia, fueron atropellados y ello tuvo efectos perversos sobre el proceso electoral.

Me habría encantado que la Corte Constitucional hubiese encontrado el camino de suspender los efectos de la reforma a la Ley de Garantías para que no se consolidara una laceración al sistema electoral, no se hubiesen suscrito esa enorme cantidad de contratos ni se hubiesen generado los complejos escenarios entre contratistas y el Estado, que quedaron ahora engalletados por cuenta de los efectos retroactivos del importante y bien ponderado fallo del tribunal.

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Llegó el momento de replantear la función preventiva de la Corte Constitucional en su misión de salvaguardar la integridad del ordenamiento jurídico superior y todo lo que ello implica.

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