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He sido columnista de El Espectador desde hace ya casi siete años. Debo confesar que en este tiempo, nunca como hoy, había sentido tanta desolación e impotencia para escribir una columna. Difícil saber qué decir en estos momentos de tanta dificultad que no termine generando más violencia, más intolerancia, más odio o más desesperanza. En la magnitud del horror, hay que sentarse a pensar, a reflexionar, a proponer, no a destilar rabia. No es disparando que se evitan los disparos del otro.
Lo ocurrido nos tiene pensando en que a Colombia ha regresado la época de la barbarie para quienes están en la lucha democrática. Algunos coinciden en sentenciar que hemos regresado a la Colombia de los años 80 y 90, en donde los magnicidios eran paisaje. Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo, Jaime Pardo Leal, Carlos Pizarro, Álvaro Gómez Hurtado y otros más, asesinados por cuenta de su actividad política a manos de sicarios del narcotráfico, el paramilitarismo, la guerrilla o quién sabe bajo las órdenes de qué fuerza oscura o bajo la complicidad de quién.
Colombia vive un momento complejo. Todos tenemos en nuestro imaginario una teoría –sin confirmar, claro– sobre de dónde vinieron las órdenes, o al menos las incitaciones, para que pudiese fraguarse el atentado al senador y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay.
La solidaridad que ha mostrado la Colombia que vale la pena con Miguel deja claro que él, hasta antes del sábado, tenía más respetabilidad y admiración que votos, algo que, sin duda, es una verdadera fortuna –un potosí– en el quehacer político, pues lo primero lleva fácil a lo segundo. Es lo que los expertos en marketing político denominan “la capacidad de crecer”. Todos, salvo algunos, a los que la grandeza jamás convoca ni convocará, se han mostrado incondicionalmente solidarios con Miguel y lo que le ha ocurrido.
Sentíamos que estábamos a salvo. Creíamos que eso de aniquilar contradictores era una asignatura ya superada. Y la verdad, pues no. Hoy en medio del debate electoral quienes con toda determinación y responsabilidad han decidido asumir la difícil tarea de poner a disposición de los colombianos sus hojas de vida, su trayectoria, su intelecto y sus capacidad para acceder a la Casa de Nariño en 2026, advierten que todo eso es poco, porque ahora lo que está en entredicho es su seguridad y su tranquilidad, así como la de sus más cercanos familiares, quienes tendrán que vivir lo que significa no saber si sus seres queridos volverán o no a casa por cuenta de querer servirle a este país.
Muy doloroso, eternamente doloroso. En todo sentido, esto es una verdadera tragedia. A la democracia le disparan, le dan en la cabeza, cae al piso herida de gravedad, va a urgencias, entra a cirugía, va a cuidados intensivos a recuperación, todos en el hospital y fuera de él expectantes, esperanzados e ilusionados por el futuro de la democracia. Ojalá la democracia se salve, se levante, regrese a las calles, se resguarde al lado de un árbol en un parque en Fontibón, se suba nuevamente en una caja, hilvane su discurso, sienta los aplausos de su gente, la admiración de sus electores, el cariño de sus amigos y, claro está, salga de allí sin que nada malo le vuelva a ocurrir.
Ojalá que Miguel, a quien respeto profundamente, con quien siento cercanías de amistad e incluso lazos medio familiares, tenga la oportunidad de leer lo que en estos días se escribe sobre él y su futuro como parte de la democracia, una vez despierte de la pesadilla que, al momento de escribir esta columna, lo tiene batiéndose por la vida. ¡Qué impotencia!
