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                                                                                                                              Alegato desde la casa

                                                                                                                              EN LOS ÚLTIMOS AÑOS HEMOS VISTO crecer el llanto de los padres y las advertencias negras de los pedagogos.

                                                                                                                              Se dice sin descanso que los niños crecen abandonados mientras papá y mamá dedican sus ternuras a los clientes y sus desvelos a los jefes. Los padres se duelen del tiempo que dejan de gozar el berrinche de sus críos, y las profesoras de delantal a las que llaman psicólogas advierten que la pérdida es irreparable y que los culicagados sufrirán síndromes propios de los huérfanos.

                                                                                                                              Desde mi orilla de padre obligado a trabajar en casa quiero liderar una pequeña disidencia y aportar una voz tranquilizadora para mis colegas que ejercen desde la oficina. Les digo con sinceridad que no se pierden de mucho mientras están en el escritorio. Los niños se repiten sin remedio. Las rabietas antes del baño son más o menos iguales, se comen la gelatina con el mismo gesto todas las mañanas, rechazan el huevo con la misma mano repelente y tiran la misma puerta cuando su muñeco no se deja poner el mismo saco. No se preocupen. Tarde o temprano terminarán conociendo a sus hijos de memoria, es imposible sustraerse a sus rutinas, es muy poco factible perderse sus primeros conteos hasta diez. Habría que trabajar perforando pozos en Siberia. Estamos obligados al lobo está y la rueda, rueda. La cuestión es simplemente de grado, a unos nos corresponderá dar más vueltas que a otros.

                                                                                                                              Y si los niños se repiten pues los padres ni hablar. Poco a poco el pequeño aprendiz va logrando reconocer el tono severo que implica una advertencia y acostumbrarse al gruñido que es ya un reproche y esquivar el grito definitivo que anuncia el castigo. Muy pronto el hijo acaba por descifrar a padre y madre, usa las argucias del llanto y el grito para doblegar los tímpanos del padre impaciente, y recurre a sus mejores muecas para vencer la firmeza educadora que la madre ha reforzado a punta de bibliografía. Cada vez es más difícil fingir una rabieta paterna, zanjar un capricho con la vieja promesa de todos los días o escabullirse sin riesgo de compañía en busca del trabajo en el bar más cercano.

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              De otro lado, el padre y la madre de oficina siempre podrán ufanarse de sus rutinas frente al hijo que los ve partir todas las mañanas. Podrán engalanar sus llamadas por teléfono y sus reuniones, su labor frente a la máquina de hilar o frente al computador con las historias fantásticas del territorio desconocido. Y contarán sus viajes a una planta de producción en Neiva como una experiencia fascinante. Recuerdo el temor y el hipnotismo que me producía la primera oficina de mi papá, la primera que conocí, en una fábrica de polímeros y fibras químicas. Pero el padre que trabaja en casa no es más que otro vicioso de la pantalla, nada magnífico hay en sus intentos frente al computador y sus caminatas con el teléfono en la mano. Es sólo un rival que cambia Discovery Kids en busca de ESPN y prefiere los jeroglíficos de la prensa en vez de las juergas de Rin Rin Renacuajo.

                                                                                                                              Los padres que llegan en la noche a la casa suelen llorar conmovidos con las nuevas gracias que les regalan sus hijos. Los que estamos todo el día en la casa-guardería miramos con ganas de llorar, agotados, la eterna repetición que exige el simple ejercicio de ponerse los zapatos. Padres de oficina, disfruten el trabajo, entiendan que mientras ustedes miran su Excel con toda tranquilidad, yo debo disputar el teclado con mi pequeño ángel de la guarda para poner este punto final.

                                                                                                                               

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                                                                                                                              Se dice sin descanso que los niños crecen abandonados mientras papá y mamá dedican sus ternuras a los clientes y sus desvelos a los jefes. Los padres se duelen del tiempo que dejan de gozar el berrinche de sus críos, y las profesoras de delantal a las que llaman psicólogas advierten que la pérdida es irreparable y que los culicagados sufrirán síndromes propios de los huérfanos.

                                                                                                                              Desde mi orilla de padre obligado a trabajar en casa quiero liderar una pequeña disidencia y aportar una voz tranquilizadora para mis colegas que ejercen desde la oficina. Les digo con sinceridad que no se pierden de mucho mientras están en el escritorio. Los niños se repiten sin remedio. Las rabietas antes del baño son más o menos iguales, se comen la gelatina con el mismo gesto todas las mañanas, rechazan el huevo con la misma mano repelente y tiran la misma puerta cuando su muñeco no se deja poner el mismo saco. No se preocupen. Tarde o temprano terminarán conociendo a sus hijos de memoria, es imposible sustraerse a sus rutinas, es muy poco factible perderse sus primeros conteos hasta diez. Habría que trabajar perforando pozos en Siberia. Estamos obligados al lobo está y la rueda, rueda. La cuestión es simplemente de grado, a unos nos corresponderá dar más vueltas que a otros.

                                                                                                                              Y si los niños se repiten pues los padres ni hablar. Poco a poco el pequeño aprendiz va logrando reconocer el tono severo que implica una advertencia y acostumbrarse al gruñido que es ya un reproche y esquivar el grito definitivo que anuncia el castigo. Muy pronto el hijo acaba por descifrar a padre y madre, usa las argucias del llanto y el grito para doblegar los tímpanos del padre impaciente, y recurre a sus mejores muecas para vencer la firmeza educadora que la madre ha reforzado a punta de bibliografía. Cada vez es más difícil fingir una rabieta paterna, zanjar un capricho con la vieja promesa de todos los días o escabullirse sin riesgo de compañía en busca del trabajo en el bar más cercano.

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              De otro lado, el padre y la madre de oficina siempre podrán ufanarse de sus rutinas frente al hijo que los ve partir todas las mañanas. Podrán engalanar sus llamadas por teléfono y sus reuniones, su labor frente a la máquina de hilar o frente al computador con las historias fantásticas del territorio desconocido. Y contarán sus viajes a una planta de producción en Neiva como una experiencia fascinante. Recuerdo el temor y el hipnotismo que me producía la primera oficina de mi papá, la primera que conocí, en una fábrica de polímeros y fibras químicas. Pero el padre que trabaja en casa no es más que otro vicioso de la pantalla, nada magnífico hay en sus intentos frente al computador y sus caminatas con el teléfono en la mano. Es sólo un rival que cambia Discovery Kids en busca de ESPN y prefiere los jeroglíficos de la prensa en vez de las juergas de Rin Rin Renacuajo.

                                                                                                                              Los padres que llegan en la noche a la casa suelen llorar conmovidos con las nuevas gracias que les regalan sus hijos. Los que estamos todo el día en la casa-guardería miramos con ganas de llorar, agotados, la eterna repetición que exige el simple ejercicio de ponerse los zapatos. Padres de oficina, disfruten el trabajo, entiendan que mientras ustedes miran su Excel con toda tranquilidad, yo debo disputar el teclado con mi pequeño ángel de la guarda para poner este punto final.

                                                                                                                               

                                                                                                                              wwwrabodeaji.blogspot.com

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