En política nos hemos acostumbrado a los disparates y a las sorpresas, a los conversos y a quienes a cada paso se desmienten a sí mismos. La silla del poder es también un potro de torturas que obliga a su orgullosa víctima a mostrarse tal cual es, a revelar sus impulsos y sus ánimos de usar el garabato de la firma como látigo para amansar a los ciudadanos. En Bogotá, Gustavo Petro ha comenzado a mostrar su porte autoritario. Parecía imposible que Miguel Gómez, un conservador de postín, terminara criticando a Gustavo Petro por la limitación a las libertades individuales. El mismo alcalde que hace poco hablaba de un sistema que regulara el uso de drogas y pensara en minimizar los daños antes que imponer penas, el político que acumuló discursos en defensa de las libertades ciudadanas desde su curul como congresista, resultó implantando un régimen de ley seca que trata a todos los ciudadanos como menores de edad frente al comportamiento vandálico y violento de una ínfima minoría. De modo que los godos comparten entre dientes sus decisiones, e incluso tomarían medidas similares, pero no pueden perder la oportunidad de criticar al “alcalde de las libertades que nos llenó de prohibiciones”.
Cuando los alcaldes de pueblo no tienen mando terminan por acudir a la arbitrariedad. Si no se puede ejercer el control más vale exhibir el poder, dirá el alcalde con boina. Resulta increíble que ciudades tan conservadoras como Manizales o Medellín hayan logrado ver los partidos de la selección de Colombia sin acudir a la histeria preventiva de la ley seca. Petro ha intentado trazar una línea de relación directa entre la violencia homicida y el consumo de alcohol. Sin embargo, los informes detallados muestran que la mayoría de las muertes violentas en Bogotá tienen que ver con actuaciones criminales y ajustes de cuentas entre bandas para proteger rentas de microtráfico o extorsión. La concentración de muertes en algunas localidades muestra la coincidencia entre zonas donde se ubican los expendios de droga y sectores con mayores índices de homicidios. Pero el alcalde pretende una concordancia automática entre muertes el día de triunfo de la selección y embrutecimiento alcohólico. Lo hizo el día del partido con Grecia: sin confirmar el motivo de las ocho muertes violentas (se sabe que cuatro de ellas no tuvieron nada que ver con la celebración), salió a descalificar el comportamiento de toda la ciudad. Y volvió a hacerlo el sábado pasado luego de la victoria ante Uruguay sin la posibilidad de tomarse una cerveza en un sitio público. La Policía lo ha desmentido con sutileza para no alebrestar sus furias secas. El mismo general Palomino reconoció los inconvenientes de tener que dedicarse a revisar botellas y vasos en vez de buscar cuchillos, pistolas y vigilar a exaltados potencialmente peligrosos.
Luego de padecer las largas filas para comprar cerveza en los estadios brasileños, después de ser bañado por Águila fría en el Metropolitano de Barranquilla en la celebración de un gol frente a Paraguay y de oír la historia de un viajero en bus durante el triunfo contra Uruguay, el mismo que vio a Río Sucio y a un reguero de pueblos todos de blanco por la harina y la cerveza en sus parques, me cuesta creer que la capital, el centro de la civilidad colombiana, tenga que vivir bajo un régimen del siglo XIX que obliga a sellar las chicherías.