Mucho antes de las osadías de Julian Assange que nos han dado acceso al teléfono rojo, algunas veces roto, del gran confesionario del poder nacional que atiende el embajador norteamericano, Colombia tuvo su retrato en clave diplomática. No fueron filtraciones ni cables tachonados sino un libro entero escrito por un embajador Boliviano.
No se rían. Alcides Arguedas, escritor e historiador, terminó en Bogotá luego de sus misiones en París y Londres. Un año pasó en la ciudad del Águila Negra y sus conversaciones de salón, de pasillo, de palacio y de café recibieron un título digno de las gabardinas y las ruanas que paseaban por la capital en 1929: “La danza de las sombras”.
Lo primero que asoma en las reflexiones de Arguedas es el carácter excepcional de Colombia. Para algunas cosas es visto como un país modelo y para otras como un país deforme. La capacidad de las clases bebedoras es una sorpresa que salta durante todo el libro: “Se bebe como en ninguna otra parte en el mundo, creo, y los mismos bogotanos que han viajado por el exterior recogiendo impresiones, observando costumbres, convienen en declarar que ni aún en Escocia se bebe tanto Whisky como en Bogotá…” Pero no solo el alcohol alerta al diplomático, el puterío ambulante también es característica digna de reseña: “Las prostitutas inscritas en el registro de la policía sanitaria pasan de 4000 en Bogotá… Alcohol y mujeres ¡Qué dos ebriedades tan terribles!”
Es lógico que las inminentes elecciones presidenciales sean el principal tema de conversación. El presidente Abadía Méndez sufre la punta del lápiz de Ricardo Rendón, “un vago ingenuo y sencillo como Verlaine”, su retrato es el de un Gulliver dormido al que no logran despertar ni las cosquillas ni las flechas de los ciudadanos diminutos. Está en la maldición del último año de gobierno, cuando “en la mesa del banquete todos los sitios están ocupados”. Y carga sobre su cabeza un mancha corriente: “El doctor Abadía Méndez, como ningún otro mandatario de Colombia -dicen las gentes-, ha favorecido a los suyos y distribuido los mejores empleos entre su familia…”
Los discursos son todavía el más grande espectáculo político y social. Gaitán, con “voz insinuante, gesto sobrio y algo de teatralismo”, fustiga al gobierno por la matanza de las bananeras. El embajador se retira de la tribuna parlamentaria para no agraviar al gobierno. Más tarde en el periódico El Tiempo los oradores liberales repiten el discurso mientras los redactores toman nota: “¿No le parece trágico esto, señor ministro? Figúrese a Hamlet dictando su monólogo: ser…punto. No ser…puntos suspensivos… ¡Horrible y trágico!”
Pero lo más trágico es la conclusión sencilla del autor de Los caudillos bárbaros: “En Colombia pueden y valen más las mitras y los bonetes que las bayonetas y los sables”. En plenas elecciones se habla más de los malos oficios del Nuncio Apostólico que ha terminado dividiendo al partido conservador entre el poeta Valencia y el general Vásquez Cobo, que sobre las pestes nacionales que según el embajador son la desigualdad y el fraude electoral.
Olaya Herrera resulta elegido y Arguedas se admira de cómo el país desdeña los mandatos despóticos que abundan en el continente. Se ha demostrado que no tenía razón un eminente conservador según el cual “en Colombia no cae un régimen con papelitos…” Y sin embargo los presagios para lo que viene no son nada buenos, habla una Casandra conservadora de alta estirpe: “Si suben los liberales al gobierno, han de perseguirnos a los católicos, nos han de arrebatar nuestros bienes y hemos de tener que hacer una revolución para mantener la integridad de nuestras conciencias y el patrimonio de nuestros hijos…” Arguedas murió sin que comenzara a cumplirse la sentencia de la bruja conservadora.