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Pascual Gaviria
06 de diciembre de 2011 - 11:00 p. m.
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En octubre del año pasado todos los periódicos de México ocuparon su portada con la foto de una joven estudiante de criminalística.

Se trataba de Marisol Valles, quien había aceptado la jefatura de policía del municipio de Praxedis G. Guerrero, cerca de Ciudad Juárez, donde los narcos son legión y ley. La llamaron “La mujer más valiente de México”. Y no exageraban, si se tiene en cuenta que cinco de sus antecesores fueron decapitados. La joven reconoció tener miedo, pero buscó una salida original: “Me preocupa el tema social… mi idea es ir por los buenos como son niños, padres de familia, hombres y mujeres a los que debemos organizar para que no caigan en la tentación de los delitos, las drogas y el dinero fácil”.

La estrategia falló. Cuatro meses después Marisol fue amenazada y tomó una decisión lógica. Abandonó su escritorio y los nueve policías a su cargo y viajó con su hijo rumbo a Texas para pedir asilo. Una reciente crónica de Salud Hernández sobre el poder de las Farc en el Catatumbo me recordó la fugaz historia de bravura de Marisol Valles. Entre nosotros el valiente es un hombre de 24 años, corregidor de La Gabarra en el municipio de Tibú. A Bernardino Carrero no le queda más que llenar las planillas de rigor y fingir que es la primera autoridad del pequeño casco hundido y las 34 veredas. Las Farc dominan el comercio de coca por los ríos de la zona y hacen las veces de “amigables componedores” cuando se presentan problemas entre los vecinos: “¿Cómo compito contra eso?”, dice Carrero con la tranquilidad del deber perdido.

Hasta ahí todo parece normal. No son más que las anécdotas de dos funcionarios de papel en la periferia de dos países que deben pelear contra mafias poderosas. Allí donde el Estado tiene sus fichas más vulnerables, la mafia tiene sus mejores hombres: Timochenko en el Catatumbo y los grandes carteles en los alrededores de Ciudad Juárez. Pero las declaraciones recientes de la gobernadora de Córdoba y el alcalde de Medellín sobre seguridad, demuestran que no sólo en los pueblos arrinconados se presenta una gran debilidad de las autoridades regionales.

Durante varios meses de este año la señora Martha Sáenz, gobernadora de Córdoba, se dedicó a pedir ayuda al Ministerio de Defensa por la violencia en su departamento. Por momentos el asunto fue una triste contabilidad de muertos donde las cifras del exministro Rivera y la señora Sáenz no se encontraban. Pero detrás de todo no había más que una especie de ruego en tono mayor para que desde el centro se atendieran las urgencias del departamento. No sólo se pedía más hombres sino mejores, lo que traduce que no fueran fichas de los bandidos de la zona.

Las declaraciones de Alonso Salazar son más graves: el alcalde dice a qué horas cierran las discotecas y dónde se puede parquear, pero su poder sobre la policía y los temas de seguridad es mínimo. Insinuó que los pillos están mejor representados que el alcalde en los consejos de seguridad. Y eso que Medellín ha invertido más que otra ciudad en equipos para la Policía. Los alcaldes pueden cargar con la responsabilidad política y la obligación de entregar recursos a cambio de cero autoridad. Y saber que durante las campañas los candidatos se desgañitaron hablando de sus ideas sobre cómo combatir la delincuencia. En comandancias de policía y cuarteles parece estar una clave que pasa desapercibida para la política.

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