Se ha vuelto a hablar de un posible asesinato al interior del Vaticano. Un rumor fascinante para los vendedores de libros.
Algunos dicen, señalando la vieja colección de traiciones en los alrededores de la Basílica de San Pedro, que el nombre del periódico que prendió las alarmas sería un excelente titular para la noticia: Il Fatto Quotidiano. Los maledicientes han repetido siempre que una jaula de 44 hectáreas es muy pequeña para 500 funcionarios y 40 cardenales, y que son inevitables los trinos sotto voce. Sobre todo cuando el guardián de la celda de mármol no castiga ni con palo ni con rejo.
No importa que la versión de un posible complot contra Benedicto XVI haya venido de un cardenal colombiano. Pensemos que Darío Castrillón es el hombre de contrainteligencia en la Santa Sede y sigamos adelante. Según las reglas de protocolo el asesinato en el Vaticano sólo se admite por el silencioso camino que proporcionan los venenos. Mucho se ha hablado de la muerte de Juan Pablo I luego de un último brindis con el cardenal Jean Villot. De modo que la comida de los papas ha sido siempre un riesgo.
Hace unos días me encontré una curiosa noticia sobre la pérdida de apetito de Juan XXIII antes de su muerte. El Papa se aburría en el comedor vaticano y le rogaba a su jardinero que lo acompañara a disfrutar las “pastas rellenas de angulas y espolvoreadas con caviar”. La tiranía de sus ángeles en la tierra lo obligaba a ser el único en la mesa: “Me gusta comer, pero no solo. Con todo, la disposición del Vaticano es que debo comer solo, bajo la mirada fija de un miembro de mi servicio. Esto me quita el apetito”.
Parece que los guardianes del Santo Padre se dieron cuenta de que el celo extremo en las comidas también era una manera de envenenar y flexibilizaron los modales de mesa. Resulta paradójico que la cocina más exquisita y una de las más innovadoras de este valle de lágrimas sea servida según un régimen carcelario. De modo que muchas de las delicias que han inspirado la cocina de los reyes del mundo fueron probadas primero por el paladar amargo de un comensal aburrido. Pero algunos no tenían remilgos con eso de que el come solo, muere solo. Un papa ya lejano se comía cuatro perdices al desayuno para entretener sus tristezas y uno se inventó los huevos en una cama de bacalao para combatir el tedio de las mañanas.
A Juan Pablo II le tocó un mundo mejor. Al ver su banquete de coronación dijo que se habría contentado con pizza y pasta. Y tenía ya la compañía de algunos de sus hombres cercanos. Incluso luego de la suerte de su antecesor le había perdido el miedo al vino. De algo nos tenemos que morir, habrá pensado. La comida polaca, que tiene fama de ser una sencilla colección de potajes, se volvió regla en las noches vaticanas. En esos casos no lo acompañaba ni su jardinero.
Benedicto XVI tuvo madre cocinera así que no se deja engañar con facilidad. Arroces, pescados y mariscos son su plato fuerte al almuerzo y una sopa de sémola o un yogurt con frutas es su sencilla comida. Su debilidad son los helados italianos. Y en la mesa sólo lo acompañan su hermano o su secretario privado. Un pequeño ritual marca 15 minutos de ventaja para su comensal de turno. Sabe lo que hace. Por algo hace unos años se negó a ir a una comida que le brindaba Bush.