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Botella al mar

Pascual Gaviria

17 de abril de 2012 - 06:00 p. m.

Tirar botellas al mar, tripuladas por un mensaje escueto, buscando el azar de una respuesta, se ha convertido en una afición corriente.

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Lo hacen los alumnos de secundaria alentados por sus profesores y los hijos de los pescadores en sus tiempos libres. También los aprendices de poeta que acaban de leer El Barco ebrio. Hace poco dos de los alumnos de Chris Albrecht, profesor de secundaria en el Estado de Nueva York, recibieron respuesta a su tarea tirada al mar nueves meses atrás. La botella de uno de ellos fue recogida por un pescador de mariscos y su hijo en una playa de Terceira, un pequeño pueblo en las islas Azores, a 3 mil kilómetros de las costas americanas. Un correo electrónico de vuelta confirmó el buen viento de la botella. El otro viaje con destinatario terminó en las playas de Nueva Escocia, en Canadá, muy cerca de donde zarpó.

Pero la prueba de que el mar sigue siendo un mensajero relativamente confiable a pesar de sus desordenes, está en el buzón de la casa de Harold Hacket. El hombre ha lanzado 4900 botellas desde 1996. Consulta vientos y mareas, escribe su mensaje con un saludo y una dirección física, y lanza su botella de plástico desde la costa de la isla Prince Edward, en Canadá. Desde entonces ha recibido 3100 respuestas de felices destinatarios en Rusia, Holanda, Florida, Noruega, Irlanda y Bahamas. Las crónicas sobre su afición no dicen si se dedica a algo más que esperar al cartero.

El mar es más o menos impredecible cuando debe encargarse de una botella: una simple brisa puede marcar el rumbo definitivo y hacer olvidar las grandes corrientes, rutinarias como cualquier cartero, que rigen la ruta de todo lo que flota sin timón. Pero los grandes restos tienen marcados su destino así por una especie de brújula natural. Ahora mismo un mensaje ominoso navega desde Japón hacia las costas de Hawai. Un poco más de un año llevan los restos del Tsunami en Fukushima, un costal inmenso con media ciudad destruida, que se alarga y se disgrega buscando su camino. La avanzada de ese cardumen de basura la marcó hace dos semanas el Ryou-Un Maru, un barco pesquero japonés que fue incendiado por la marina de Estados Unidos, luego de cumplir 13 meses navegando hasta acercarse a las costas de Alaska. El barco, como las botellas, fue desviado por los vientos.

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Pero el millón de toneladas que se calcula viaja hacia las costas de Estados Unidos sigue ordenado la corriente Kuroshio. Los satélites vigilan día a día esa mancha que tiene una superficie de unas dos mil millas náuticas de longitud y más de mil de ancho. Se deshace poco a poco y ha entregado sus primeros restos a las costas de Hawai. Todavía faltan uno o dos años para que esa terrible botella lanzada desde Japón, por la resaca de una ola gigante, llegué a las playas de los Estados Unidos. Ya veremos las historias con algunos trozos de juguetes, con fotos, con zapatos y lavadoras exhibidas en Internet para que las contrapartes japonesas recuerden algo de sus hogares desaparecidos. Pero el mar también ordena sus basuras: no todo llegará a las costas. Los restos más pequeños se incorporarán al gran basurero marino que da vueltas siguiendo una corriente del Pacífico Norte llamada el Gyre.

Para quienes están pensando en una venganza poética de restos radiactivos llegando desde Japón hasta las costas gringas, vale la pena decir que la radiactividad de los trozos examinados hasta ahora es mínima. Así que no esperen erizos mutantes ni estrellas marinas con cola de medusas. Llegaran sólo algunos restos fatigados. Y habrá respuestas.

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