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En el principio fue la superstición. Las vacunas tenían algo de magia, debían inspirar una extraña confianza espirituosa para que la gente dejara acercar a la peste, casi tragarla, como una manera eficaz para defender el cuerpo de sus estragos. Se dice que los chinos en el siglo X fueron los primeros en usar la “viriolización” contra la viruela. Más que un método de sabios, era un experimento de las clases populares que necesitaba algo de respaldo espiritual. De modo que un taoista “inmortal” figura como uno de sus primeros “predicadores”. No era fácil inhalar el polvo de las costras producidas por la viruela.
Durante más de 100 años la ciencia de Occidente ha ido cubriendo ese milagro con estudios, fiascos y certezas. Pero la superstición va y viene, cambia de bando según los temores y las desconfianzas. La magia que hace siglos permitía una bendición por parte de la sociedad acorralada por una enfermedad hoy causa desconfianza en una población creciente en los países más educados del mundo. Desde hace tres décadas en Europa crece un movimiento antivacunas que ha llevado a muchos países del continente —28 de 53, según un estudio de 2018— a hacer obligatoria la aplicación de al menos una vacuna: multas a los padres e imposibilidad de matrícula en guarderías y colegios de menores no vacunados son algunas de las medidas habituales. Sin embargo, hace un mes una resolución del Consejo de Europa recomendó por amplias mayorías no darle carácter obligatorio a la aplicación de la vacuna contra el coronavirus. La resolución del Consejo, del que hacen parte 47 países de Europa, propone a los Estados “asegurarse de que los ciudadanos están informados de que la vacunación NO es obligatoria y nadie está política, social o de ninguna otra manera presionado para ser vacunado”.
La discusión ha llegado a América Latina con el burdo disfraz de la política. A mediados de diciembre el presidente Bolsonaro, en uno de sus discursos que combinan el humor y la severidad, clamaba contra los riesgos de la vacuna. Aclaró que Pfizer no se haría cargo de posibles efectos secundarios y luego soltó las probables consecuencias: “Si te conviertes en un caimán es tu problema (...) si te conviertes en superhombre, si a una mujer le sale barba o algún hombre empieza a hablar fino, no tengo nada que ver con eso”. A finales del año pasado el alcalde de São Paulo dijo que la vacuna será obligatoria en la ciudad, y un fallo reciente del Tribunal Supremo de Brasil (con amplia mayoría diez contra uno) dictó que la vacuna puede ser obligatoria, aclarando que la imposición no es posible, “nadie puede ser llevado del pelo a vacunarse”, dijo el presidente del Supremo, pero sí se pueden imponer sanciones a quienes se nieguen a recibir sus dosis.
En Colombia, según una encuesta del DANE de diciembre del año pasado, el 40 % de la población no tiene intenciones de vacunarse. La cifra ha bajado con el inicio de la vacunación, pero hay departamentos donde cerca del 50 % de la gente se niega a recibir la vacuna. Ya comenzaron voces diversas a hablar de obligatoriedad y con algo de reproche superior mencionan la decisión de algunos consejos indígenas contra el Plan Nacional de Vacunación. Forzar contra la desconfianza solo traerá nuevos recelos y señalamiento a trabajadores de la salud. No crecerá mucho la vacunación contra el coronavirus y seguro bajará en los demás esquemas. El Estado terapéutico debería ser la más repudiable de las enfermedades del poder. Ya hemos visto los abusos en aras de la mitigación, ojala no lleguen unos nuevos, con sello solidario, en busca de la inmunidad.
