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SU NOMBRE ERA YA UN EXTENSO tren de vagones desiguales, un tren cargado de herencias y príncipes, de matrimonios sucesivos y condes, de abogados y somníferos: Martha Crawford von Auersperg von Bulow.
Desde su nacimiento los trenes fueron una pequeña insignia, una señal de las primeras felicidades. La niña nació en un vagón de primera, en la ruta entre Virginia y Nueva York, bajo las carreras de los camareros vestidos de frac y el largo pitido del maquinista como homenaje al padre primerizo, George Crawford, magnate de la electricidad en la década del 30 en Estados Unidos. Para la madre no hubo ni champaña ni bramidos de tren. Sólo el dolor y una limusina negra que hizo las veces de ambulancia en la estación.
Las navidades estuvieron siempre llenas de trenes eléctricos. Túneles debajo de las escaleras, puentes iluminados sobre las fuentes del jardín, carrileras que hacían imposible la casa en los afanes de diciembre. Hasta que la muerte de su padre antes de la Navidad de 1935 rompió las rutas de la gran casa en Pennsylvania. Rieles, edificios de estaciones y trenes fueron a parar a un zarzo como si hubieran sido arrasados por un terremoto.
La pequeña Sunny, según el apodo cariñoso que le había regalado su abuela, se acostumbró fácilmente a la ausencia de los trenes de juguete. Las navidades se convirtieron en viajes verdaderos en compañía de su madre. Un juego con geografías variadas. Las emociones de la adolescencia comenzaron con los paisajes europeos. Su primer novio, un noble ruso que trabajaba como traductor de la ONU, hizo que viera la nieve con otros ojos. Todo el tiempo estaba hablando de las peligrosas nieves rusas, de las tormentas y los borrachos encargados de seguir el hilo de los trenes y los carros. Ella que creyó mucho tiempo que la nieve era otro de los artificios de su padre. La Navidad traía nuevos vientos.
En uno de los viajes a Austria le entregó un príncipe insulso. Pero un príncipe al fin y al cabo. Aunque trabajara como instructor de tenis. La tristeza de vivir en un castillo en Austria trajo las alegrías del alcohol acompañadas por un hijo y una hija con sus títulos nobiliarios.
Un año después de su divorcio ya estaba casada con Claus von Bulow, un conde danés que la envolvió con sus historias familiares que incluían desde Richard Wagner hasta los retorcidos envenenadores de Hamlet. Ahora la Navidad era las magníficas fiestas en Nueva York y en la mansión de Rhode Island. Las pastillas hacían volver las alucinaciones de la infancia. El eco de los trenes. Pero una casa de 20 cuartos es una ratonera de traiciones y Claus había convertido a Alexandra Isles, actriz de segunda y antigua compañera suya en el colegio en Maryland, en su amante declarada. El 21 de diciembre de 1979 el encanto de las flores y las fiestas en Rhode Island terminó con una Sunny desmayada tras su desorden de copas y pastillas. Claus la miró durante 20 minutos, tirada en el suelo, sus reflexiones fueron sencillas. No era su culpa, moriría por su gusto y descansaría del olor de las malditas flores de la casa en Rhode Island, se libraría de sus llantos y sus obsesiones. La hipoglicemia haría su trabajo. No resistió la espera, llamó al médico y Sunny sorteó en el hospital su primera Navidad entre las oscuras nieves de su antiguo novio ruso. La Navidad siguiente fue peor. Las celebridades neoyorquinas ya huían de las sonoras peleas de la familia y todo transcurrió entre silenciosas e íntimas borracheras. El 26 de diciembre Sunny encontró un profundo sueño de 28 años en el baño de su mansión. Una jeringa con restos de insulina dejó para siempre una pregunta sobre su esposo. Luego de dos juicios largos Claus von Bulow fue absuelto y el 24 de diciembre de 1987 se logró un acuerdo de divorcio y repartición de herencias para los tres hijos de Sunny. Una semana antes de su silenciosa Navidad, en un hogar de ancianos en Nueva York, Sunny despertó a la muerte. Tras la reja de leones dorados de la casa Von Bulow en Rhode Island, se aloja ahora el tribunal de Newport. Una corona de Navidad adorna su fachada.
