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El fin de semana pasado se hizo famosa la comparecencia pública de Carlos Alonso Lucio y Viviane Morales en una iglesia cristiana con nombre de gruta.
Las fotos en la Casa de la Roca muestran a la fiscal y su esposo con un aire de contrición: la cabeza gacha y los ojos cerrados. El espectáculo, según dicen, fue una mezcla entre discurso político, confesión pública y prédica del perdón. La fiscal dice en los medios que no habla de su relación personal con Lucio, pero decide hacerle la segunda ante 15.000 fieles que aplaudieron como si fueran electores.
Resulta que las iglesias son el escenario natural de Viviane Morales. La fiscal debutó en la vida pública de la mano de los partidos cristianos que llegaron a la Constituyente con dos delegatarios. Luego Morales fue representante a la Cámara por la Unión Cristiana y más tarde estuvo en el Senado a nombre del Movimiento Independiente Frente de Esperanza. Todo empezó al final de una corta estadía de Morales en Orange, California. Como siempre, una voz hace estremecer al recién tocado: la invitación de una pareja de amigos y las palabras de la señora Ann Carver: “Dios te ha llamado para ponerte en lugares muy altos en tu país y te va a usar para quebrar yugos de tradición y traer bendición a muchos creyentes. Cuando tu estés en esos lugares, te vas a preguntar: ¿Por qué yo, Señor?, y él te dirá porque es mi voluntad, por tanto no olvides que es por mí que tú estarás allí”.
No tengo ninguna objeción a que la señora Morales sea la encargada de buena parte de la justicia terrena en nuestro país. Tal vez preferiría a alguien sin conciencia de haber sido señalada por un dedo todopoderoso; pero no hay nada que hacer, los señores de la Corte la escogieron y quienes la conocen dicen que tiene temple e inteligencia. En todo caso no deja de ser paradójico que el país decida romper algunos lazos simbólicos de su pasado confesional y al mismo tiempo elija para sus cargos más importantes a personas con una conciencia religiosa que va más allá del Cristo a la espalda del escritorio.
El caso del procurador demuestra que convertir la oficina en púlpito es algo que se puede hacer con relativa tranquilidad. La amenaza de su toga ha terminado por disuadir a algunos funcionarios. En Medellín, por ejemplo, pasó con la Clínica de la Mujer. Sobre el Invima y los medicamentos para el aborto también ha pesado su ceño de obispo agrio. Y no sería raro que la primera decisión del ICBF en contra de que un periodista gringo, señalado como enfermo por ser homosexual, pudiera adoptar dos niños colombianos, se haya tomado pensando en la homofobia confesa de Ordóñez.
Mientras tanto Colombia sigue orgullosa de ser un Estado laico por razones insignificantes, por vía del constitucionalismo simbólico. Hace un año la Corte Constitucional declaró inexequible una ley que declaraba al municipio de La Estrella, en Antioquia, como Ciudad Santuario. La ley imponía la obligación de “colocar una placa conmemorativa de dos metros de alto por uno de ancho en la Basílica” del municipio. Se celebraban los 50 años de la coronación de la imagen de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá. Se alegó la neutralidad del Estado en materia religiosa como uno de los pilares claves de la democracia. Sería mejor la neutralidad de los funcionarios que la prohibición al Estado abstracto para poner una placa en una iglesia.
