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Delitos contra el honor

Pascual Gaviria

13 de marzo de 2012 - 06:00 p. m.

Entre nosotros las denun-cias por injuria y calumnia no son más que un rezago de los duelos caballerescos que todavía en el siglo XIX eran vistos como una domesticación de la venganza.

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Defender el buen nombre y la honra en un juzgado penal, con el código como arma y el abogado como padrino, es una manera aún más patética, por lo aburrida, de enfrentar al autor de una “imputación deshonrosa”. En las denuncias actuales es difícil encontrar dos caballeros en franca lid. Lo que se conserva es el rictus severo de los ofendidos, la ostentación de la palabra honor sobre la hoja de vida de un funcionario.

Los duelos tenían la ventaja de programarse en un lugar escondido para evitar los mirones. El momento del público llegaba una vez había un perdedor tendido en el suelo. Con las denuncias penales sucede todo lo contrario. Se plantea el juicio como una forma de exhibir la indignación del ofendido.

Lo más triste del asunto es que los polemistas de juzgado han arruinado debates que en otros escenarios habrían podido resultar divertidos y sustanciosos. Normalmente frente a la justicia las discusiones sólo pueden destilar formalismo y resentimiento. La lista de los denunciantes de los últimos tiempos recorre todo el espectro político y deja claro que en Colombia cuando usted no tiene la razón lo mejor es acudir ante un juez: la familia Araújo, Ernesto Samper, Luis Alfredo Ramos, José Alfredo Escobar, Jorge Enrique Robledo, sindicalistas de empresas de teléfonos…

Hace menos de un año se perdió la oportunidad de abolir esa feria de vanidades en los despachos del país. La Corte Constitucional declaró exequibles —por una votación de 7-2— los artículos del Código Penal que describen los delitos de injuria y calumnia. En muy resumidas cuentas dijo que se trata de un enfrentamiento entre derechos constitucionales y que el Código Penal puede terciar en algunos casos. Además, según la Corte, la jurisprudencia ha ido delimitando los delitos y ha dado cierta prevalencia a la libertad de expresión sobre el derecho al buen nombre. Supuestamente hay una protección mayor para los discursos que tratan temas públicos y hay una obligación de resistencia para quienes representan al Estado.

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Pero dos fallos recientes podrían demostrar que no sólo estamos frente a una comparsa solemne cada tanto, sino frente a un peligro real para la libertad de expresión. El periodista Luis Agustín González acaba de ser condenado en segunda instancia por decir que Leonor Serrano de Camargo era una “politiquera” de vieja data. Cosa que se podría comprobar con la cédula de la señora y alguno de sus discursos. Y el Tribunal Superior de Barranquilla hizo lo mismo con Andrés Vásquez, por hacer circular algunos correos en los que culpó a José Name Terán de todos los males que padecía Barranquilla. Tal vez se le fue la mano: están el cura Hoyos y los arroyos, pero 34 meses de cárcel y $200 millones de multa parecen demasiado.

Luego de esos tristes duelos los políticos dicen compungidos: no me quedó opción. Podrían agregar una frase de Mark Twain, quien estuvo a punto de batirse contra un reportero que lo ofendió: “Si un hombre me retase en alguna ocasión, me lo llevaría con amabilidad y misericordiosamente de la mano a un lugar tranquilo para después matarlo”.

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