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TODAVÍA RECUERDO LA CARA RAdiante de mis profesores explicando la pequeña revolución que suponía el salto de una democracia representativa de borregos haciendo fila, hasta una democracia participativa de ciudadanos acuciosos y vigilantes.
Según el sueño de la época, los nuevos mecanismos de participación impedirían que los políticos profesionales, los distribuidores de papeletas electorales, fueran intermediarios indispensables de la voluntad popular. Los políticos de la época se reían y se frotaban las manos. Sabían que toda elección es una subienda propicia, una apuesta, un golpe de dados.
La irónica realidad nos ha demostrado que las elecciones, o por lo menos su proliferación, son un peligro para la democracia. Una colección de referendos constitucionales amenaza con plagar a América Latina de una raza de autócratas consagrados en las urnas. Hugo Chávez dice aumentar los poderes del pueblo mientras 6.3 millones de venezolanos le entregan la posibilidad de gobernar por siempre. En Colombia la sociedad civil termina representada por Luis Guillermo Giraldo, un político con grandes habilidades evolutivas, capaz de mudar desde el lagarto consumado hasta la laboriosa y cívica hormiga que moviliza a sus congéneres con fines nobles.
Pero dejemos quieto el flagelo de los grandes ambiciosos para hablar del azote de las pequeñas rencillas. Los alcaldes colombianos acaban de cumplir un año de labor y el revoloteo de las revocatorias del mandato ronda los palacios municipales. En Somondoco, Vigía del Fuerte, Curillo, Regidor, Riohacha, Murindó, Turbo y otros tantos municipios sin agua pero con urnas bien dispuestas, los alcaldes están en plena campaña contra contendores políticos que no se resignan fácilmente. La revocatoria del mandato se ha convertido en la mayoría de los casos en una posibilidad para la revancha. Dos candidatos vencidos se aburren luego de un año dedicado al tedio de las juntas de Acción Comunal y hacen una coalición para animar el ambiente democrático. Dos semanas de perifoneo, tres de recolección de firmas y que vuelva y juegue la ruleta.
En Colombia la revocatoria del mandato es asunto de municipios donde la política todavía cabe en el marco de la plaza. En Bogotá y Cali se intentaron revocatorias para Peñalosa y Apolinar pero no fue posible lograr ni siquiera las firmas necesarias para llamar a los electores. Una ley de 1994 ponía bien alto el listón para la revocatoria: sólo podían votar quienes habían participado en la elección del alcalde cuestionado y se necesitaba que al menos un 60% de esos votantes volviera a las urnas. Además el triunfo del Sí a la revocatoria necesitaba una mayoría cualificada del 60%. Una ley de 2004 y una sentencia del mismo año de la Corte Constitucional bajaron los umbrales y permitieron la participación de todos los votantes. Ahora se gana con la mitad más uno y se necesita la participación de apenas un 55% de los electores “originales”. Parece que en muchos pueblos las elecciones reñidas implicarán un proceso de ratificación después de un año de mandato. Los alcaldes deben dedicarse entonces a cultivar una clientela que les permita terminar su período. Las elecciones lo enturbian todo. Hasta los acueductos municipales. Y me da pena decirlo, pero de los 24 procesos de revocatoria de alcaldes que se han dado en Colombia, hasta hoy todos fallidos, la mayoría tuvo, no joda, su tinglado en municipios de la Costa Atlántica. Donde muchas veces las tradiciones democráticas parecen copiadas de Luis Guillermo Giraldo.
Durante este mes sólo en Antioquia siete municipios están pendientes de procesos de revocatoria. Por la mampostería del palacio municipal, por los impuestos para una empresa lechera, por el día de entrega del hospital, por los contratos del matadero. Creo que por fin ha llegado el día para el triunfo de una revocatoria de mandato. Y se alentará un vicio nuevo que en poco tiempo nos tendrá clamando para que nos quiten algunos derechos electorales. Por nuestro propio bien.
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