HACE QUINCE AÑOS UNA INICIATIva popular liderada por Fernando Botero y José Blackburn llevó a la aprobación de una ley que amarraba las manos de los familiares de los secuestrados.
La magnífica idea hacía énfasis en prohibir los pagos para la liberación antes que en impedir los secuestros. Luego de los temblores que supone la primera llamada de los carceleros aparecía un fiscal para hacer el inventario de bienes de los familiares de la víctima y someter sus transacciones a vigilancia administrativa. Usted podía gastar su plata comprando un velero pero no debía pensar en la posibilidad de usarla para salvar la vida de un hijo, por decir algo. Se imponía una obligación desproporcionada sobre las víctimas con el ánimo de proteger a la sociedad de un posible daño futuro. Muy pronto la Corte Constitucional encontró razones de sobra para tumbar la ley que obligaba a los secuestrados y sus familias a convertirse en mártires.
Sólo el desespero puede llevar a una sociedad y su gobierno a intentar semejantes soluciones. Más de 1.400 secuestros en 1991 y 175.000 millones de pesos en rescates pagados en los últimos 4 años de la década del 80, lograron que el Estado buscara la solución en un castigo para las víctimas. Ahora ha aparecido un nuevo desespero y una nueva desproporción. Un premio mayor para los secuestradores que decidan convertirse en guías de salida, para los verdugos que se aventuren a una hazaña incierta y conviertan el secuestro con fines políticos en un sencillo asunto comercial. Es claro que el Gobierno no piensa en una solución para los secuestrados sino para el chantaje político de las Farc. La pérdida de los rehenes visibles aísla cada vez más a Cano y sus adictos y da la impresión de victoria definitiva sobre la altanería guerrillera. El Gobierno apunta a un dominó de liberaciones impulsado por unos cuantos millones de dólares. Y nadie podrá negar que el costo resultaría mucho menor al de las operaciones militares, los peregrinajes internacionales y las pataletas presidenciales.
Pero el millón de dólares prometido a Wilson Bueno Largo por servir de lazarillo tuerto de Óscar Tulio Lizcano implica riesgos. En el 2007 se ubicaron 99 secuestros extorsivos en la columna correspondiente a la delincuencia común contra apenas 44 atribuidos a las Farc. El Gobierno debe cuidarse de alentar los secuestros con fines económicos al convertirse en el más manirroto de los dolientes. Nuestra asombrosa biodiversidad de grupos y grupúsculos armados debe estar tomando atenta nota de las posibilidades que implica trabajar en el canje millonario. En poco tiempo tendremos frentes apócrifos de las Farc secuestrando y renunciando a la guerra después de un año de planear la vida en Francia con un millón de dólares en el bolsillo.
Lo peor del asunto —o lo mejor si bien se mira— es que todo parece indicar que las motivaciones de Bueno Largo no tuvieron que ver con la millonaria recompensa sino con la sencilla conmiseración. Y con el físico hambre. Al final, en la rueda de prensa, el “Tuerto Isaza” respondió como todos nuestros héroes recién erigidos: sólo quiere una casita para su familia. Y saber que podría preguntar por la de Pablo Ardila.
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