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Diatriba a las alturas

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Pascual Gaviria
10 de junio de 2015 - 01:45 a. m.
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Una ironía geográfica quiso que Bogotá se asentara justo en el centro del país, a una altura suficiente para mirar a lado y lado desde la silla solemne de la Cordillera Oriental.

Se diría que la capital es una especie de altillo ilustrado que tutela con sapiencia la república que se desborda sobre valles y costas de costumbres dudosas. Para los más quisquillosos Bogotá es una imponente garita desde donde se ejerce vigilancia sobre las regiones. Pero Bogotá vigila, tutela, dispone y recomienda con el bastón de un profesor ciego que ha sentado a sus alumnos en un círculo riguroso. El profesor, al que le es imposible agacharse por sus achaques, comienza a tantear y va rasguñando a sus alumnos con su vara, luego les pide que cambien de puesto, les enseña geografías que no conoce y les impone tareas imposibles. Al final entrega la nota definitiva. Cuando los buses de la capital ruedan sin demasiados problemas, cuando sus parqueaderos cobran una tarifa normal y en sus paraderos de buses no se han robado uno o dos teléfonos celulares, Bogotá suele mirar hacia abajo a ver qué encuentran digno de impudicia. Comienzan los medios a buscar el reporte de algunos muertos en sus redacciones regionales. Siguen los turistas que han captado alguna escena que los sobrecoge y los subleva. Repuntan los moralistas para imponer prohibiciones y terminan los políticos al presentar una recusación o un proyecto de ley. Tenemos algunas semanas con imágenes de fiestas salvajes, con la reseña de escenarios políticos despreciables y las palabras de los pactos de desobediencia y soberbia. Los reproches estéticos se dejan como postre a las redes sociales.

Lo más triste es que Bogotá tiene el poder de imponer a los provincianos sus tirrias, sus modales y sus filtros morales. Debe ser el clima y la nostalgia que procuran los urapanes curtidos por el humo y los sauces llorones en las tardes ídem. El caso es que muy pronto los recién llegados sienten la necesidad de juzgar o ignorar según el rasero que han sufrido en sus primeros meses de vida en el mirador. No cambian las costumbres pero sí las opiniones.

Los efectos de la mirada desde aquellas alturas cercanas a las estrellas no son solo para quienes llegan a vivir a la sabana. También quienes viven lejos comienzan a creer en la omnipotencia de los poderes capitalinos. De modo que no es raro que los problemas y las soluciones se busquen bajo las columnas del capitolio o los umbrales de los ministerios. En esto la capital y sus burócratas sufren los rigores de una especie de síndrome de omnipotencia. Los poderes ficticios de los que hace alarde por su postura y su moralismo no tienen concordancia con la realidad. Entonces los periodistas, también con su bastón profesoral, no tienen más que dar una tunda a los funcionarios que tienen cerca y de los que al menos conocen el nombre y el teléfono. La discusión se centra donde no toca y la indignación comienza dar vueltas entre las salas de redacción y los despachos del Ejecutivo. Reproches que se saldan a la mañana siguiente con la explicación de un manual de funciones.

Pronto todo vuelve a la normalidad. Los buses de la capital se vuelven a chocar, los ladrones vuelven a arrebatar los teléfonos y los centros comerciales cobran de nuevo más de la cuenta en sus parqueaderos.

 

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