Una ironía geográfica quiso que Bogotá se asentara justo en el centro del país, a una altura suficiente para mirar a lado y lado desde la silla solemne de la Cordillera Oriental.
Lo más triste es que Bogotá tiene el poder de imponer a los provincianos sus tirrias, sus modales y sus filtros morales. Debe ser el clima y la nostalgia que procuran los urapanes curtidos por el humo y los sauces llorones en las tardes ídem. El caso es que muy pronto los recién llegados sienten la necesidad de juzgar o ignorar según el rasero que han sufrido en sus primeros meses de vida en el mirador. No cambian las costumbres pero sí las opiniones.
Los efectos de la mirada desde aquellas alturas cercanas a las estrellas no son solo para quienes llegan a vivir a la sabana. También quienes viven lejos comienzan a creer en la omnipotencia de los poderes capitalinos. De modo que no es raro que los problemas y las soluciones se busquen bajo las columnas del capitolio o los umbrales de los ministerios. En esto la capital y sus burócratas sufren los rigores de una especie de síndrome de omnipotencia. Los poderes ficticios de los que hace alarde por su postura y su moralismo no tienen concordancia con la realidad. Entonces los periodistas, también con su bastón profesoral, no tienen más que dar una tunda a los funcionarios que tienen cerca y de los que al menos conocen el nombre y el teléfono. La discusión se centra donde no toca y la indignación comienza dar vueltas entre las salas de redacción y los despachos del Ejecutivo. Reproches que se saldan a la mañana siguiente con la explicación de un manual de funciones.
Pronto todo vuelve a la normalidad. Los buses de la capital se vuelven a chocar, los ladrones vuelven a arrebatar los teléfonos y los centros comerciales cobran de nuevo más de la cuenta en sus parqueaderos.