De niño no quería ser cura, no se conformaba con los lutos y los susurros en la casa familiar, con la simple sotana. Creía en ese dios que invocaba la muerte y el pecado, pero iba un paso adelante: quería ser santo o Papa. Tal vez por eso uno de sus mentores, Fernando González, lo trataba de diosecito extraviado en la tierra. Y viajó al seminario en Yarumal atraído por las flautas de los órganos. Tenía diez años y todavía no lo había atacado la desconfianza, una de sus enfermedades incurables. Porque era un desengañado, un amante desengañado. Muchas de sus liturgias de juventud, el jipismo abúlico, las utopías políticas, los...
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