En las discusiones sobre políticas públicas para tratar el uso y el abuso de las drogas triunfó desde hace muchos años una lógica moral, un despotismo que niega los hechos e intenta mostrar el pecado como una peste que acecha en las calles.
Policías, fiscales, jueces y carceleros son los supuestos agentes de una lucha constante para cuidar la salud pública. Harry Anslinger, primer comisario de la Agencia Federal de Narcóticos de Estados Unidos, duró 32 años en su cargo y dejó la impronta de una iglesia y un dogma que ha traído muchos más problemas que soluciones. “La drogadicción es una perversión”, decía Anslinger, y se dedicaba a convertir sus fantasmas en hechos para asustar a sus fieles frente al radio y la televisión.
Casi un siglo después, Estados Unidos ha comenzado a mirar los hechos y la opinión pública, los grandes medios, los académicos y las estrellas de la pantalla y el deporte aplauden los cambios que los legisladores de muchos estados han aprobado para contradecir las fábulas de Anslinger. Las leyes contra los consumidores de marihuana solo sirvieron para ejercer el racismo contra los negros y los latinos en los suburbios. De pronto, alguien decidió mirar a las cárceles y encontraron más de seiscientos mil presos por delitos menores asociados con el consumo de marihuana. Lo que socialmente es una conducta más o menos inocua, legalmente es todavía una cruzada con innumerables historias de abusos y sufrimientos inútiles para los presos y sus familias. En el Norte comienza a revertirse la inercia que ha hecho que el Estado infrinja castigos desproporcionados.
En Colombia se publicó hace un año largo un libro que intenta mirar la desproporción de nuestras leyes y castigos penales respecto a la fabricación, producción, porte y tráfico de drogas. “Penas alucinantes” es el título de ese estudio, que saca el tema moral de la discusión y pone sobre la mesa quiénes son los condenados por delitos relacionados con drogas en Colombia, cuánto gasta el Estado en esa tarea y qué tan eficaz resulta para el supuesto fin de proteger la salud pública de los ciudadanos. Lo primero que queda claro es que las cárceles están llenas de jíbaros y mulas menores, de señoras que llevan papeletas de un pueblo a otro, de hombres que cuidan un cultivo, de bodegueros que viven cerca de una olla. Si lo pusiéramos en lenguaje empresarial, diríamos que en la industria del narcotráfico los presos son los mensajeros, las impulsadoras, los empleados de oficios varios y quienes menudean por cuenta propia. Solo el 2% de los condenados por delitos relacionados con drogas tienen además un concurso por concierto para delinquir. Esos serían quienes tienen algún nivel de poder y decisión en el negocio. Mientras tanto, la demanda se ha duplicado en 12 años y el precio se mantiene más o menos estable.
Pero las cifras más alarmantes son las que demuestran la dedicación de policía y fiscalía a tareas estériles. Entre 2008 y 2009 el 32% de las capturas fueron por delitos relativos al tráfico, consumo o producción de drogas. Y lo que es más grave, entre 2005 y 2012 el 31% de las imputaciones que hizo la fiscalía correspondieron a ese mismo tipo de delitos. Una tercera parte de los esfuerzos de la política criminal se desperdicia en una tarea que no deja más que una estela de corrupción y penas mayores por delitos menores. La prohibición no es ni siquiera un placebo, es una droga inútil con graves efectos secundarios.