UNA LARGA CUERDA DE CUARENTA años tira el cabestro del pastor de El Vaticano y sus santos gustos musicales. Hace unos días el periódico L’osservatore, encargado de recoger las noticias de la Basílica de San Pedro, dejó caer unas bendiciones sobre el Álbum Blanco de los Beatles: una reseña dedicada a una reliquia de noventa y tres minutos que acaba de cumplir cuatro décadas rayando el disco.
Las declaraciones salidas de El Vaticano tienen la particularidad de convertirse en noticia de última hora por su anacronismo. Son una especie de confirmación lejana, una señal del arribo del último participante en los dictados de algunas verdades terrenas.
Según El Vaticano, el Álbum Blanco “continúa siendo una antología mágica”, muy distinta a la “música estándar y llena de estereotipos” que inunda las emisoras de hoy. La repentina beatlesmanía de Benedicto XVI logró que la blasfemia de Lennon —“somos más famosos que Jesús”—, que en su tiempo hizo rabiar a Pablo VI y a su guardia de obispos literales, fuera calificada por el diario como una “sencilla fanfarronada”, el impulso de un muchacho encandilado por el éxito. Para cerrar la absolución se toma prestada al azar una de las infinitas líneas escritas sobre los Beatles: “Fueron una banda con una única y extraña alquimia de sonidos y palabras”.
El origen de la inesperada iluminación apareció en el mismo L’osservatore, unas páginas más adelante. Las nuevas estrategias de seducción de la Iglesia hicieron obligatoria una pequeña encíclica de aniversario para los Beatles. Durante un reciente sínodo un obispo alemán con visión estratégica marcó las pautas a seguir: “Hace falta que aprovechemos el trabajo de los artistas contemporáneos y los interpelemos e impliquemos en el anuncio de la palabra de Dios”. Los Beatles serían entonces un primer descubrimiento de músicos contemporáneos, un acercamiento obligatorio a la música por fuera de las iglesias como instrumento para hablarles a los analfabetas religiosos: “Hay que conseguir que esta fe hable de nuevo. En la Edad Media se conocía la Biblia pauperum, la Biblia de los pobres, que explicaba visualmente parte de la historia de la salvación a cuantos no sabían leer”.
El Vaticano sabe muy bien que es mejor buscar los artistas non sanctos por fuera de su rebaño. Todavía recuerda los problemas que le trajo una hermana dominica armada de guitarra y sonsonete a comienzos de la década del sesenta. La Soeur Sourire encantó más allá del coro íntimo con su canción Dominique y terminó grabando con la Phillips y encabezando las listas de éxitos. Muy pronto se aburrió de las canciones piadosas para terminar su vida al mejor estilo de las estrellas fugaces del rock: una comunión de somníferos y a resolver el eterno interrogante.
Está bien que El Vaticano haya dado su primer paso hacia las lenguas vulgares de la música popular con un elogio del Álbum Blanco, inspirado por una combinación de espiritualidad y desengaño, por la esperanza y la mentira de un cielo de meditación que los ilusos de Liverpool buscaron en la india en 1967 de la mano de un farsante con supuestas energías cósmicas. Ojalá el próximo paso sea un poco más audaz. Hace dos años Madonna invitó a Benedicto para su concierto con Crucifixión en el Estadio Olímpico de Roma y le dedicó Like a Virgin. El Papa se limitó a llamarla blasfema y estuvo cerca de desplegar su guardia Suiza para protegerse. Para la próxima gira de la diva el Santo Padre deberá estar dispuesto a olvidar los desplantes y acoger a esa jovencita de cincuenta años.