Hace 100 años, bajo el liderazgo de Carlos E. Restrepo, Colombia discutía las posibilidades de una política que usara menos los extremos ideológicos, donde el debate solía ser un tratamiento de contrastes que casi siempre terminaba con muestras de sangre. En ese momento la ideología estaba muy cerca de la religión y la intransigencia política era una de obligación moral.
Desde lo que se llamó el republicanismo, Restrepo intentaba alertar sobre los liberales radicales y los godos ultramontanos: “Sigo creyendo en la necesidad de nuevas organizaciones políticas, de carácter muy distinto del que hoy tienen; deberán abandonar la cuestión religiosa, que los unos pretenden resolver atacando el sentimiento más alto, más respetable y más general que existe en Colombia; y los otros, tomando el estandarte de Cristo y arrastrándolo por calles y plazas, por comicios y trapisondas”.
El experimento duró poco. El fanatismo era un virus difícil de combatir: los obispos señalaban la posibilidad de la excomunión por el voto a favor de los herejes y los párrocos comunicaban los resultados vía telégrafo: “Párroco de Concordia: católicos 240, luciferistas 83. Párroco de Pueblorrico: católicos 435, rebeldes contra Dios y su Santa Iglesia 217”. Los discursos marcaban una disyuntiva entre la descomposición moral y el apego a las tradiciones de orden. Entre los conservadores hizo carrera una frase que todavía hoy tiene sus defensores: “No hay libertad para el error”. Los liberales hablaban de los “dogmas en movimiento” y los conservadores de los “dogmas inamovibles”. Mientras tanto los ejércitos y los conjurados no se quedaban quietos. Eran los tiempos de otras hecatombes. Los conservadores intuían la derrota y llamaban a la “abstención purificadora”, los liberales presentían el triunfo de sus rivales y clamaban por la insurrección.
Desde hace 30 años la religión dejó de ser un tema clave en nuestras discusiones políticas. Algunos temas particulares han llevado al pronunciamiento de la Iglesia, pero los debates enconados desde el púlpito parecían cosa de retratos presidenciales apolillados. Las grandes discusiones de 1936 sobre el divorcio y el matrimonio civil, los discursos de Laureano Gómez en 1949, bendiciendo a Dios mil y mil veces por haber logrado que su mente captara “una sublime doctrina”, eran parte de un pasado que se miraba con alivio.
Pero apareció un laico que todavía se considera como un solado de la Iglesia. Un hombre que cree que desde un despacho para hacer investigaciones disciplinarias es posible “darle tono ético a la sociedad” y “defender nuestra identidad en lo ético y lo moral”. Ese laico ideal, que se cree elegido para llevar a cabo tareas mucho más importantes que las que marca su manual de funciones, resulta una bendición para la Iglesia y un Partido Conservador que se había quedado sin discurso, pero termina siendo fatal para el Estado y la política. Alejandro Ordóñez no sólo ha incumplido sus deberes de funcionario, también llevado las discusiones que habíamos aprendido a dar en el terreno de la Constitución al maniqueísmo de los réprobos y los bendecidos. Desde sus responsos pretende revivir un radicalismo olvidado. Carlos E. Restrepo es ahora un viejo recuerdo, pero tiene un adversario ultramontano en pleno siglo XXI.