LA INERCIA DEL ACELERADOR, LAS delicias del aire acondicionado y la obsesión que genera la sencilla matemática del reloj y odómetro, hacen que el turista-conductor sólo piense en detenerse cuando se lo sugiere la tiranía de la vejiga.
Para el hambre está el fiambre hecho en casa y para la sed el surtido de gaseosas y congelados que ofrece un ejército sudoroso en cada peaje.
Muchas veces me he prometido buscar al menos dos o tres historias que cruzan por el parabrisas y desaparecen para siempre. Por qué una bomba de gasolina se llama La Rusia en las ardientes sabanas del Magdalena Medio, cómo viven y cómo cazan los vendedores de osos perezosos en las orillas de Planeta Rica, cómo le dicen a la temporada de vacaciones las decenas de familias que montan cambuche al lado de la vía un poco más adelante de Yarumal y saludan a los carros agitando las manos en una coreografía tan improductiva como lamentable.
Hasta que una varada, un derrumbe o el milagro de la curiosidad logran detener el carro, subir las ventanillas, abrir la puerta y encontrar alguna respuesta en monosílabos a las preguntas que deja la carretera. Esta vez mi primera parada la provocó una fila de castilletes de barro y ladrillo en las afueras de Santa Marta. Los hornos de ladrillo artesanal parecen pequeñas fortalezas de los desiertos de Marruecos. Sus torres irregulares contra el cielo y sus pequeñas puertas sin puente levadizo que son las bocas de las chimeneas que lo harán arder. El ladrillero construye su castillo paso a paso, lo forra con una capa de barro y lo incendia sin ceremonias, con cascarilla de arroz y madera de segunda, para sacar su botín de 25 mil bloques cocidos. Al momento de arder, ojalá en la noche, el pequeño castillo deja entrever el infierno de su interior: rojo de fuego y arcilla. Cuando el desastre calculado entrega sus últimos humos es tiempo de desbaratar la fortaleza. Se dejan apenas las ruinas de sus bases y se apilan los ladrillos con un orden que ahora es un simple arrume. En pocos días volverá a levantarse y volverá a caer. La suerte dirá si el turista-conductor coincide con el auge del fortín recién armado o debe ver sólo sus ruinas. Antes de volver al carro luego de la visita guiada el ladrillero me soltó su nombre, digno del dueño de un castillo menos deleznable: Lucas Góngora.
Recoger algún lugareño también puede ser una interesante estrategia para conseguir más respuestas que las que nos dejan los letreros a lado y lado de la carretera. En una de las trochas de La Pintada, en Antioquia, decidí abrirle la puerta a un hombre que bajaba oculto bajo un bulto de guanábanas. Una especie de tortura teniendo en cuenta la piel de dragón que encubre la pulpa blanca de su cosecha. Su sembrado estaba lejos de su casa, en un pequeño lote cultivado en compañía, y su fardo apenas le daría 22.000 pesos en los puestos de mercado en Santa Bárbara. Fue lo único que logré sacarle al joven agricultor. Entregué el billete de 20.000 en el peaje con un agrio sabor en la boca, pensando que es apenas lógica la mudez que dejan las labores del campo.
Generalmente las bombas de gasolina no dejan mucho para recordar más allá de los olores del baño y alguna jaula de pericos. Sin embargo, una gasolinera desvencijada en las afueras de San Roque, Cesar, me entregó los ojos más admirables que pude encontrar en el periplo de fin de año. Era lógico que hubiera seis carros haciendo fila frente al único surtidor. Lo atendía una joven de 19 años con un sombrero ancho que le entregaba a su cara la única sombra del lugar. A cambio del usual perro mugroso de las bombas la acompañaba un gato que parecía su primo cercano. Fue la última tanqueada del camino.