AFGANISTÁN SE HA ENCARGADO DE dar lecciones a los gobiernos y los ejércitos norteamericanos durante las últimas décadas. Sus cuevas, sus sembrados florecidos, el hilo frágil de sus fronteras, sus bandos inestables, lo han convertido en una especie de laboratorio de equivocaciones, un terreno apto para que los poderosos retrocedan, duden y escojan caminos inesperados.
El escenario más reciente de la guerra contra los talibanes —esos pintorescos aliados de otros tiempos— tendrá a los soldados de la OTAN, liderados por Estados Unidos, en el ingrato papel de la pelea a muerte contra una planta herbácea de un metro de altura. Soldados que juegan a ser jardineros malditos, depredadores artificiales contra la goma somnífera de la amapola. Ya no será cuestión de entregar el veneno, las botas y las palas para que otros mueran haciendo de matamalezas mientras ellos se dedican a revisar las cifras. Ahora sus más de 70.000 soldados jugarán a la ruleta que esconde una bomba debajo de las raíces indeseables.
Hace una semana los jefes militares de los países de la OTAN con presencia en territorio afgano discutieron acerca de la conveniencia de involucrar a sus hombres en la guerra contra la producción de opio. Hasta ahora ese era un asunto encomendado al débil ejército que dice obedecer las órdenes de Hamid Karzai. La división del trabajo era sencilla: Los soldados de la Fuerza Internacional de Asistencia y Seguridad —nombre que un comité de alto nivel le dio a la coalición de la OTAN— se encargaban de seguir a los terroristas hasta las puertas del infierno y el ejército de Afganistán iba tras los traficantes hasta los broches de los sembrados.
Pero resulta que los talibanes son cada vez más unos señores de la amapola. La producción de opio les deja cada año 100 millones de dólares y poco a poco han comenzado a interesarse en el negocio como algo más que simples recaudadores de impuestos. Parecen tener química suficiente para dedicarse a regentar los laboratorios. “El mapa de la insurgencia talibán, sur y sureste del país, coincide casi exactamente con el del cultivo del opio”, afirma el segundo hombre de la embajada americana en Kabul.
Pero los aliados europeos no están seguros de querer librar una guerra contra el narcotráfico en tierra ajena. Alemania, Italia, España y Francia se opusieron en principio a ampliar el rango de acción de sus hombres. Sólo hace unos días entregaron un sí condicionado a la nueva lucha: cada país decidirá sobre el terreno si vale la pena una operación contra los productores de opio. Una manera elegante de dejar la carga antinarcóticos en manos de Estados Unidos. Para muchos, ir por las adormideras empujará a miles de agricultores afganos hasta las filas del movimiento Talibán. Y aumentará el riesgo de los soldados de Occidente, que han tenido su peor año de sangre en 2008.
Parece increíble que el Pentágono y sus expertos en planes Colombia y Patriota no hayan logrado hacer una analogía entre nuestras selvas y los campos afganos, entre la inevitable conversión mafiosa de los fundamentalistas que viven entre pastas de envidiable productividad. En marzo de 2009 los miembros de la OTAN se reunirán para evaluar los primeros resultados de su nueva batalla contra el opio. Una buena oportunidad para que Estados Unidos pruebe en tierra ajena y en cuerpo propio las delicias de luchar contra un ejército de agricultores feroces. Tal vez su conclusión coincida con las palabras de un enloquecido general acorralado en una novela de John Steinbeck: “¡Las moscas conquistan el papel cazamoscas! ¡Las moscas conquistan doscientas millas de papel cazamoscas!”.