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                                                                                                                              Es mejor ser chico que grande

                                                                                                                              TANTO CUIDAR LA GRAMA DE EL Campín de las estampidas de los conciertos para someterla al fin a la orfandad del potrero, a la triste soledad de cancha de pueblo. Más valdría haber dejado jugar al de la camisa negra, haber sacudido al coloso de la 57 con estridencias y alaridos ajenos al fútbol para curarlo de sus salitres y sus ayunos.

                                                                                                                              Porque El Campín, además de recovecudo y estrecho, es un templo con suertes trocadas y embrujos para las camisas amarillas, azules y rojas. Por lo menos en lo que toca a los últimos veinte años, tiempo suficiente para el arribo de la amargura.

                                                                                                                              La selección ha perdido en su predio una tercera parte de sus lances, mientras Millonarios y Santa Fe suman cincuenta y tres años sin poner una estrella encima de sus escudos. La más larga vigilia de títulos entre las capitales donde el fútbol es culto de domingo. La última gran hazaña que se celebró en el Nemesio fue en 1989, cuando un rival con visos de enemigo para los equipos capitalinos celebró la Copa Libertadores en cancha ajena.

                                                                                                                              Pero los melindres de la casa son apenas historieta de supersticiosos. Los malos del juego son los inquilinos: Millonarios y Santa Fe. Dos equipos que confirman que en el fútbol colombiano de los últimos años la plata es un estorbo, un tesoro de truculencias para el camerino y las oficinas, una rapiña, un espejismo que en la cancha sólo provoca nervios y apatía, manotazos y envidia.

                                                                                                                              En las décadas del 80 y 90, cuando éramos hinchas del capo regional que nos tocó en suerte, los fajos de billetes servían para filar once en fotos irrepetibles, para traer mundialistas a cuadrar su caja con el exotismo de los nuevos ricos. La plata no pervertía el ambiente en la cancha, se dieron bailes increíbles y los jugadores seguían corriendo como asalariados. Era mejor no contrariar a semejantes patrones. Las cuentas eran oscuras, pero el fútbol brillaba. La emoción de las áreas opacaba la sospecha de los balances.

                                                                                                                              Ahora parece que el juego ha cambiado. Un equipo salido del hexagonal del Olaya, una cooperativa con treinta y cinco jugadores entre retazos de formaciones más elegantes, delanteros panameños, veteranos de guerra y jóvenes recién graduados de escuela, puede mostrar sus logros y su risa frente a los compañeros de patio que gastaron millones en técnicos de postín, arqueros de selección, defensas con aires de káiser, volantes de tres soles y delanteros con la señal de los elegidos. Seguros La Equidad, con apenas dos años en primera división y un chocoano de retóricas largas en el banco que recuerda al primer Maturana, lleva tres cuadrangulares de cuatro, una final de Copa Mustang y una de Copa Colombia.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              TANTO CUIDAR LA GRAMA DE EL Campín de las estampidas de los conciertos para someterla al fin a la orfandad del potrero, a la triste soledad de cancha de pueblo. Más valdría haber dejado jugar al de la camisa negra, haber sacudido al coloso de la 57 con estridencias y alaridos ajenos al fútbol para curarlo de sus salitres y sus ayunos.

                                                                                                                              Porque El Campín, además de recovecudo y estrecho, es un templo con suertes trocadas y embrujos para las camisas amarillas, azules y rojas. Por lo menos en lo que toca a los últimos veinte años, tiempo suficiente para el arribo de la amargura.

                                                                                                                              La selección ha perdido en su predio una tercera parte de sus lances, mientras Millonarios y Santa Fe suman cincuenta y tres años sin poner una estrella encima de sus escudos. La más larga vigilia de títulos entre las capitales donde el fútbol es culto de domingo. La última gran hazaña que se celebró en el Nemesio fue en 1989, cuando un rival con visos de enemigo para los equipos capitalinos celebró la Copa Libertadores en cancha ajena.

                                                                                                                              Pero los melindres de la casa son apenas historieta de supersticiosos. Los malos del juego son los inquilinos: Millonarios y Santa Fe. Dos equipos que confirman que en el fútbol colombiano de los últimos años la plata es un estorbo, un tesoro de truculencias para el camerino y las oficinas, una rapiña, un espejismo que en la cancha sólo provoca nervios y apatía, manotazos y envidia.

                                                                                                                              En las décadas del 80 y 90, cuando éramos hinchas del capo regional que nos tocó en suerte, los fajos de billetes servían para filar once en fotos irrepetibles, para traer mundialistas a cuadrar su caja con el exotismo de los nuevos ricos. La plata no pervertía el ambiente en la cancha, se dieron bailes increíbles y los jugadores seguían corriendo como asalariados. Era mejor no contrariar a semejantes patrones. Las cuentas eran oscuras, pero el fútbol brillaba. La emoción de las áreas opacaba la sospecha de los balances.

                                                                                                                              Ahora parece que el juego ha cambiado. Un equipo salido del hexagonal del Olaya, una cooperativa con treinta y cinco jugadores entre retazos de formaciones más elegantes, delanteros panameños, veteranos de guerra y jóvenes recién graduados de escuela, puede mostrar sus logros y su risa frente a los compañeros de patio que gastaron millones en técnicos de postín, arqueros de selección, defensas con aires de káiser, volantes de tres soles y delanteros con la señal de los elegidos. Seguros La Equidad, con apenas dos años en primera división y un chocoano de retóricas largas en el banco que recuerda al primer Maturana, lleva tres cuadrangulares de cuatro, una final de Copa Mustang y una de Copa Colombia.

                                                                                                                              Read more!

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