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Pascual Gaviria
19 de febrero de 2014 - 02:26 a. m.
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En tiempos de Samper los militares ganaron un gran poder de negociación frente a un gobierno tambaleante.

Los oficiales retirados pedían la salida del presidente y los uniformados activos sabían que para asustar al Ejecutivo no eran necesarios los sables. Bastaban las botas. Samper les entregó las zonas de orden público a cambio de una baranda para sostenerse y soportó una pequeña rebelión al intentar un despeje del municipio de Uribe para una posible negociación con las Farc. El general Hárold Bedoya le pidió entregar esa orden por escrito y acompañó su exigencia hablando del menoscabo a la disciplina, el honor y la confianza en las jerarquías. Después vino el general Manuel José Bonnet y la lealtad al presidente acompañó a las grandes debacles militares: Las Delicias, El Billar, Patascoy, Miraflores. En medio de las negociaciones y la tensión entre Samper y los militares, el poder civil perdió legitimidad y los uniformados perdieron grandes batallas contra las Farc y los paramilitares.

A la llegada de Pastrana la realidad de la guerra, tasada en militares secuestrados y amenaza de las Farc en las goteras de algunas capitales, hizo que la negociación fuera inevitable. El Ejército reconoció el mal momento y en relativo silencio se sumó a la expectativa nacional por lo que pasaría en el Caguán. Pero la tranquila obediencia duró poco y en 1999 llegó la notificación para un gobierno que creía que era posible convencer a Manuel Marulanda con medallitas bendecidas por el papa. Cerca de 20 generales y 200 coroneles amenazaron con renunciar si no había reglas claras en el despeje y protección frente a los procesos penales contra más de 600 militares. El ministro Lloreda se fue como un mártir civil que protegió a los soldados de un gobierno que le contestaba más fácil a Jojoy que al general Mora Rangel, y que estaba ocupado en comprar los primeros pertrechos para la guerra que se venía.

Llegó Uribe y los militares se convirtieron en un símbolo de los atropellos de la guerrilla y en el baluarte político de un gobierno con derecho a matar. La opinión pública había pasado del embeleso de la paz al arrebato de la guerra. Los soldados que en tiempos de Samper apenas llegaban a los 125.000, ya XXXXXfilados para la mano fuerte sumaban cerca de 500.000. Una simbiosis de estilo y objetivos hizo que por momentos no se viera mucha diferencia entre los salones presidenciales y los cuarteles militares. Esa mutua confianza, esa entrega incondicional, nos llevó a la peor matanza de civiles de la que se tenga memoria en el país. Los incentivos por sangre trajeron los ‘falsos positivos’ y un loco como José Miguel Narváez pudo llegar a la subdirección del DAS.

Santos llegó a la Presidencia desde el Ministerio de Defensa y pagó su parte con la reforma al fuero militar. Una moneda necesaria para poder emprender sin mucho ruido las negociaciones en La Habana. Pero ahora sabemos que los militares se condenan pero no se castigan. Y que han logrado formar una especie de casta rodeada por las historias de héroes y alejada de los controles penales y disciplinarios. Una porción del Estado que se maneja en sigilo y hace pensar en la combinación entre soles y carteles. Parece que la única forma de mirar los cuarteles es detrás de la reja, empinados en posición de firmes.

 

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