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Estrella de Navidad

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Pascual Gaviria
23 de diciembre de 2014 - 11:25 p. m.
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Una vela, un fósforo, un farol, una luz titilante son protagonistas en todos los cuentos de Navidad.

Una estrella como promesa. La mano sintiendo el calor del papel de seda es la imagen más nítida que me queda de aquellos diciembres. La mecha es un asunto de otros, está cubierta de gasolina en un pequeño tarro de jabón. “El humo es como quien dice su alma, la candileja, el corazón”. Antes de que el papel se ilumine, una rifa elige al niño que debe correr con el globo para llenarlo de aire, lo toma de la candileja y corre con cuidado para evitar que se rasgue. Luego del calor el globo toma su propia vida, “suéltelo, suéltelo”, es el grito, y el elegido lo deja ir con un gesto sublime. Seguirlo es otro cuento, los primeros segundos, cuando todavía se ve la llama y los colores dan vueltas, más tarde cuando es una pequeña luz rojiza, después, cuando ya parecía olvidado alguien lo señala y hasta que el último de los presentes no lo haya visto no se puede volver a los asuntos corrientes.

Pero eso era en los tiempos del engrudo, cuando las vacas y los carros cuadrados eran los únicos globos formidables y arrastraban una cola de adolescentes armados de piedras y guaduas. Porque coger un globo tiznado era una hazaña. Ahora los globeros son una especie de logia de “ingenieros” que trabajan al ritmo del chucu chucu, el sancocho y la copa. Se agrupan en Turmas, según la expresión brasileña, y se dedican a armar sus globos gigantescos, o sorprendentes por sus formas, o melosos por sus consignas. Sus globos tienen una estructura de hilo que los refuerza, una candileja de madera y acero, una mecha de papel y parafina que se apagará antes de caer. No se inflan corriendo sino a soplete y a sus lanzamientos asisten miles.

El domingo pasado fui al lanzamiento de un globo de 8.200 pliegos. Tan grande como El Cabrón que amenaza y vuela en un cuento de Rubem Fonseca. Verlo extendido sobre una pequeña loma fue el primer espectáculo. Lo desdoblaron como si fuera un plano secreto, con el cuidado de los arqueólogos. Le pusieron la candileja como si se tratara de un sencillo trabajo de marquetería. La mecha estaba a un lado, como un banco con un cojín colorido. Mientras tanto salían globos pequeños, para ambientar, para probar el aire. Cuando voló un globo blanco, el más sencillo, no puede dejar de pensar en el remolcador que antecede al gran trasatlántico. Lo inflaron con seis sopletes y ahora los globeros parecían unos místicos del fuego. Tenían los ojos desorbitados y gritaban mientras crecía la gran montaña de papel.

Luego de 30 minutos, ante el asombro de los espectadores por los movimientos de El Cabrón que se sacudía lento, amenazante, como si pudiera tumbar una de las casas cercanas con alguna de sus puntas bamboleantes, el globo comenzó a jalar. Desde las cuatro esquinas de la loma los encargados de las puntas sostenían cuerdas para darle equilibrio. Abajo, en la boca, había más de 20 personas entre gritos. Al momento de partir alcanzó a levantar a seis que no querían soltarlo. Se fue aclamado por la multitud, muy despacio, y se perdió entre la niebla como un fantasma silencioso. Media hora más tarde apareció convertido en una luz espléndida, blanca, alumbrado por el sol de la mañana. Fue mi estrella de Navidad.

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