Todas las ciudades van fabricando pasiones injustas o extravagantes contra algunos de sus símbolos.
Cuando el fetiche ya hace parte de las colecciones del vendedor de baratijas la suerte está echada. La ciudad, sus habitantes quiero decir, ya pondrán algo más que razón sobre el edificio, la plaza, la escultura o el aparato de sus apegos. Medellín y Bogotá han tomado caminos diferentes con respecto a dos de sus emblemas:
El Metro y Transmilenio. En la capital los acordeones rojos pasaron de ser una maravilla de ingenio a una pesadilla de estreches e incomodidad. La ruta del éxito lo llevó a la insuficiencia y lo convirtió en el trompo de poner frente a todos los inconformismos. Transmilenio es hoy la vitrina de romper por la derrota del equipo de los amores o la falta de pago de los patrones.
En Medellín el Metro ha terminado por representar el otro extremo. El martilleo de los altoparlantes y el silencio de los trenes conformaron una especie de religión que se ve muy bien desde el atrio pero no deja de tener sus excesos. Las plataformas y las escaleras de las estaciones dan la impresión de estar siempre recién trapeadas. Relucientes y oliendo a Cresopinol como las iglesias de pueblo. Al pasar los torniquetes la gente baja el tono de la conversación y camina con una nueva compostura. Pisa con maña, saluda con una venia amable, evita el ceño fruncido del pasajero de bus. Al principio se creyó que era simple montañerada y que con el tiempo las estaciones perderían ese aire de convento de monjas en Yarumal. Pero la buena conducta se conservó y entonces decidieron llamarla Cultura Metro.
El peligro es que tanta decencia, tanto comedimiento y tanta educación se convierta en una pequeña tiranía. Cada vez son más frecuentes las quejas de algunos usuarios por discriminación y abusos por parte de la vigilancia del Metro de Medellín. Primero apareció la queja de los homosexuales por los regaños de los policías cuando dos hombres o dos mujeres esperan el tren cogidos de la mano. Una conducta digna del Metro de Teherán.
Ahora han comenzado a impedir la entrada de algunos mal vestidos y ojerosos. Hace unos días una amiga fue obligada a salir de la plataforma bajo el cargo de que estaba borracha. Ella, que se había tomado tres rones y estaba sentada esperando su vagón, les dijo a los policías que tranquilos, que no pensaba manejar el tren. No valió y fue condenada a la buseta. Pero eso no es todo, también supe de un universitario al que se le negó la entrada al tren de las cinco de la mañana por su cara de trasnocho. Había amanecido haciendo un trabajo y a la guardia del Metro no le gustó su facha mortecina. Y quienes dejan pasar más de un tren en la plataforma son obligados a bajar a los torniquetes bajo sospecha de suicidio. Al paso que vamos solo se logrará atravesar las puertas del Metro recién confesado y con un toque de agua de rosas.
Es imposible negar las bondades que trae el respeto de los ciudadanos a los espacios de uso común y las obras públicas, pero convertirlos en santuarios que operan bajo un código de modales que imponen según su gusto los policías bachilleres parece un extremo virtuoso.