Todo parece indicar que Juan Manuel Santos tiene una peligrosa obsesión con los manuales de historia que están por escribirse.
Su retórica tiene siempre la ambición de las grandes transformaciones, las rupturas, los cambios de dirección. Uno podría asegurar que cuando se le pierde la mirada en medio de los bazares para la prosperidad, está pensando más en sus memorias que en las quejas del concejal de turno. Los pragmáticos que aspiran a la grandeza suelen tropezar con múltiples paradojas. Pero nadie le puede negar a un político las aspiraciones de estadista. Sólo se puede desconfiar.
El presidente Santos ha dicho que la sola aplicación de la Ley de Víctimas justificaría su llegada a la presidencia. Y la verdad es que el reto planteado y las expectativas creadas son tan grandes, que bien podría gastarse su primer período en hacer realidad ese catálogo de buenas intenciones firmado entre aplausos casi unánimes. Pero Santos ha dado muestras de no conformarse con los cambios en las oficinas de registro y los desembolsos de Acción Social. En su entrevista a propósito del primer año de gobierno dejó caer lo que parece su nueva gran ambición: “todos los gobernantes de los últimos tiempos han soñado con dejar el país en paz. Ojalá a mí se me den las circunstancias para lograrla”. En sus discursos siguientes ha mencionado el tema y aunque siempre pone sus reservas por delante, por los lados se trabaja en las condiciones de un diálogo: una comisión del Congreso plantea herramientas para una posible negociación con las Farc, el vicepresidente habla de hechos de paz como condición para volver a plantar la mesa y los profesionales de la palabrita vuelven a colgar la quimera al alcance de la opinión pública.
Ya se ha dicho que fue Santos el primero en plantear una zona de despeje con las Farc, algunos meses antes de que Víctor G. Ricardo dejara sellado el compromiso entre el futuro gobierno de Pastrana y el Secretariado. Su carta de 1997 hablaba incluso de una Asamblea Nacional Constituyente que se conformaría de común acuerdo con la insurgencia. Parece increíble que de nuevo algunos expertos en la paz planteen la posibilidad de que el país discuta su modelo económico o sus instituciones con la guerrilla. Santos ha echado mano del refranero al decir que “al perro no lo capan dos veces”, pero al mismo tiempo ha dejado abierta la rendija y brilla con gusto la llave que dice tener en su bolsillo: “la oportunidad, el momento y las condiciones tienen que ser indicadas para ser exitosos”.
Así que podemos estar a unas cuantas liberaciones y varios comunicados con compromisos y membretes de las Farc- EP, del inicio de un nuevo proceso de paz y su consiguiente avalancha política. Desconcentrar al país entero para entregarnos de nuevo a una supuesta voluntad de paz de las Farc sería el peor de los errores. Volveríamos a girar en torno a los dogmas guerrilleros y su fárrago de sociedad civil y poderes populares. La guerrilla no tiene ni seguidores ni discurso aplicable, sería un premio muy grande por su resistencia en los cambuches del sur y en los páramos andinos.
El ejemplo de la farsa del Caguán es elocuente. Pero tal vez sea mejor apelar a las lecciones de Ralito. En el mejor de los casos se les encontraría un papel político a Cano y sus compañeros de mesa. De maestros de guerra a gestores de paz, por ejemplo. El grueso de los guerrilleros se filaría en el momento de la firma del tratado con Ban Ki-moon a bordo. En seis meses estaríamos hablando de las Farcrim y su poder en algunas regiones del país. Y Santos pasaría a la historia… de las Farc.