Hace unos meses la constructora de Rodolfo Hernández cumplió 50 años de fundada. El ingeniero dijo hace poco que en sus años de trabajo ha logrado una fortuna cercana a los US$100 millones y le agradeció a su esposa, que al parecer no se ha quedado en la casa ocupada de los asuntos domésticos: “Mi esposa es una acumuladora de dinero la cosa más brava. Hace inversiones, consigue activos, más que todo lotes. A ella le encanta comprar lotes y dejarlos ahí”. Sus dos socios originales se retiraron del negocio por asuntos personales y Hernández quedó al frente de la constructora, acompañado de su ambición, su ojo para comprar tierra y sus habilidades comerciales. Con la calculadora en la mano el ingeniero fue creando un código propio, un manual personal respaldado por su chequera y su carácter.
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Ese reglamento de trabajo es la “Constitución” en la que cree Rodolfo Hernández, unas reglas que se acomoden a su olfato, sus caprichos y su balance. Por eso desde la Alcaldía de Bucaramanga gritaba a los abogados que no empezaran con sus “güevonadas” cuando le advertían de una ilegalidad, por eso amenazaba con “limpiarse el culo con la ley” e igualmente aseguraba que él era el Área Metropolitana cuando se trataba de entregar permisos ambientales. Y por eso mismo está en un proceso penal acusado de celebración indebida de contratos, por seguir el camino de sus intereses comerciales, los suyos y los de su familia, y elegir a los contratistas según sus gustos lejanos de las leyes.
Es tal la superioridad de su reglamento sobre la ley, que fue capaz de formalizar en notaría, como un “acuerdo de voluntades”, la entrega de una comisión de éxito en caso de que un contrato multimillonario quedara en las manos indicadas, o sea, las que él señalaba con el mismo dedo con el que maneja la calculadora. Al parecer el ingeniero no es muy consciente de la ilegalidad, pero el Código Penal en definitiva no es una “güevonada” de abogados.
Son los peligros de esa idea no tan nueva de que el Estado debe manejarse como una empresa y el presidente es solo el administrador de una chequera común. Por esa vía los funcionarios son todos una burocracia paralizante, las normas son alcahueterías y barreras. Su pragmatismo es el camino más rápido a la peor de las autocracias, una burda manera de legitimar la arbitrariedad y darle estatus de legalidad al simple voluntarismo ramplón. Por eso dice Rodolfo Hernández que pondrá en un cartel de “SE BUSCA” a los congresistas que no les caminen a sus ideas irrevocables.
Hernández no tiene ínfulas monárquicas, no sueña con eso de “l’Etat c’est moi”, lo suyo es mucho más simple, es solo una especie de afán personal, derechos de autoridad del patrón y dueño, que desprecia los filtros y los tiempos institucionales. Lo ha hecho desde hace décadas, por eso no iba al Concejo de Piedecuesta, donde fue elegido en los 90, porque no valía la pena ir a hablar paja. Si lo llevamos a la escala presidencial, pues por eso mismo dice que el estado de excepción es la mejor salida a los problemas actuales, un permiso indispensable para el dueño de la chequera. ¿Y el control de la Corte Constitucional?, le preguntan. Eso no importa, señala, cuando llegue el fallo unos meses después, a remediar los posibles atropellos, ya se habrá cumplido el tiempo de su voluntad. Los golpes sobre la mesa serían la marca personal de Hernández en el poder.