Hace unos días, bajando en bicicleta por la vía Las Palmas, en una de las lomas al Suroriente de Medellín, un pelao de unos 16 años me alcanzó, se hizo al lado y me saludo con una sonrisa cómplice, “eso cucho, ya hizo la tarea”, “eso”, le respondí y siguió hablándome con unas palabras que se deshilachaban con el viento, pero entendía su alegría, la compartía. Yo había subido unos 10 kilómetros y bajaba disfrutando del frío, del alivio del corazón y los pulmones. El pelao me miraba también con algo de condescendencia, se burlaba de mi esfuerzo acumulado. Pero esa velocidad nos igualaba, nos hizo coequiperos por unos 200 metros.
Uno más de los gravitosos que bajan desde Santa Helena, El Boquerón, La Medellín-Bogotá y Las Palmas. Suben con el gancho y descuelgan con la parca, con sus ciclas bajitas, con asientos de Monareta, inútiles para las agonías del ascenso, hechizas para las osadías de la caída libre, bicis pesadas, prestadas, consentidas.
Todos esos adolescentes tienen exceso de calle y carretera. Les sobra tiempo, les falta algo que haga más liviana la vida, algo que los haga sonreír con el simple empujón del pie contra el asfalto: un solo impulso y al goce del abismo. Neas jugando a ser Valentino Rossi o Pedrosa. Punketos que afilan la cresta con el viento y ponen las botas de puntera al servicio de la gravedad. La policía destruye sus ciclas o las decomisa o los baja a pata. En su momento los paras los querían borrar del mapa, eran indeseables y desafiantes, como si solo ellos pudieran decidir quién moría, les daba rabia que se mataran por cuenta propia en esas rutas. Y la gente celebra por redes sus muertes en la carretera, los odian por insolentes, por locos, por drogos, por anónimos, por el ansia de celebrar una muerte.
Luego de ese saludo en Las Palmas, de nuevo pedaleando por esa cuesta de 16 kilómetros, vi subir, pegados del gancho, a una pareja en su bici chaparra. Ella atrás, abrazada al pelao que llevaba la manija con la cuerda, siempre pendiendo de un hilo. Iban respirando el humo negro del bus. Unos kilómetros arriba, estaban parqueados en la orilla de la carretera, bajo la sombra de un bambú amarillo y frondoso. Ella sentada sobre el largo sillín y él acurrucado sobre el marco. La escena romántica de una road movie salvaje, si me perdonan la redundancia. Se turnaban el Bon Bon Bum y el pequeño frasco de Sacol. Hablando pasito, con risas adormecidas, haciendo una pausa psicoactiva.
La noche de ese mismo día me enteré que un pelao, un gravitoso, se había matado bajando Palmas, vi su bicicleta desbaratada contra una cuneta y la sábana blanca sobre el cuerpo del piloto. Según las noticias, el pelao tenía 17 años y su novia quedó herida de gravedad —con ese humor negro involuntario reportaron el hecho algunos medios—. ¿Serían los jóvenes que vi iluminados durante unos segundos bajo ese guadual? ¿Los mismos que iban a bajar engalochados en un abrazo? ¿Amigos del pelao que me saludó unos días atrás?
También he visto en estos días las flores de plástico que brotan en las orillas de las carreteras en diciembre. Cuando los muertos aparecen con más fuerza en la memoria y es necesario acompañar esas cruces sencillas, esa memoria tan simple de no más de 20 letras y 10 números cobre unas tablillas. Tal vez en unos días pueda leer su nombre en una de esas cruces.
Los homenajes de sus compañeros serán bajando acostados sobre el marco, con una gorra, un anillo, un peluche del difunto colgados del manubrio. Y con un tatuaje borroso y menos miedo a la muerte en carretera. El vacío es el llamado de esos pelaos que todavía no se gradúan en las motos, que piratean en las carreteras y han visto la muerte en muchas curvas, en las aceras de sus barrios, desde las ventanas de sus casas altas que también miran al abismo.