Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
LO PRIMERO ES UN CLIMA DE RECElos tan pegajoso como la humedad ambiente. Los negros se guardan las palabras, le esconden el camino corto al colono, hacen negocios cifrados bajo el patrón oro que impone el galón de gasolina y responden con un monosílabo a las preguntas viejas de los militares.
Parece que entre todos hubiera un secreto que se debe cuidar del oído curioso del recién llegado. Los uniformados por su parte sólo confían en los mensajes que les entrega el celular y en sus bitácoras escolares, llenas de horas exactas y nombres cambiados. Los cholos ni hablar, ni siquiera durante sus tardes de alcohol sueltan la lengua. Y los colonos mienten por deporte, alardean y señalan mientras van cobrando por sus servicios. Así que todo el mundo camina despacio, esquivando las supuestas espinas regadas aquí y allá.
En el medio de las desconfianzas se mueve Ovidio, un antiguo mesero de mafiosos convertido en operador turístico, una especie de megáfono ambulante que da vueltas por el pueblo gritando en todas las esquinas. Trae las flores para el matrimonio del juez, los dos solomitos que mandan de Medellín para engolosinar al coronel y un par de razones para los trabajadores de la empresa de energía. Habla por todos los silenciosos que viven en el pueblo y sus alrededores. En su boca nos llega la noticia de que más tarde nos contarán desde todas las orillas: “Vamos rápido por la gasolina que está escasa.
Usted sabe cómo está esto aquí, desde que aparezcan esas pacas flotando, la gasolina se evapora”. Las pacas con cocaína se han convertido en el gran botín de la bahía, una pesca milagrosa que ha reemplazado la paciencia de la pesca de todos los días. La Armada voltea una lancha y los kilos flotan en busca de un alma caritativa que los devuelva a sus dueños a cambio de unos millones, no dan visos plateados como el atún pero están en los sueños de todo el que tiene una panga o un remo o un motor. Unos galones de gasolina son la boleta para entrar a la rifa mensual.
En todas las conversaciones sale a flote el espejismo de las pacas. Los negros se ríen de sus excursiones sin anzuelos, arman teorías inflacionarias alrededor de los cardúmenes de coca, describen los secaderos artesanales para dejar la mercancía como nueva, recuerdan las fiestas eternas de los recién enguacados. Los turistas vigilan las ballenas y los nativos les señalan hallazgos más provechosos.
En la playa, olvidados del sueño de todas las pescas, llega el momento para entretenerse con las rutinas de cangrejos de los soldados. Diez regulares han sido designados para rondar la casa de los turistas. Se aburren con sus tareas cercanas a la vigilancia privada. Su batería funciona en coordinación con la de su teléfono celular. Vienen, dejan cargando el aparatico de sus amores, sueltan las gracias, dan una ronda, vuelven a recoger el tesoro de sus mensajes, dejan las gracias.
Todos dicen preferir su guerra de moscos y modorra a la versión más animada que se libra en la costa más al norte, cerca de Panamá. Cuando vencen su timidez de niños haciendo en mandado, hablan de los kilos, el tema de todos, mencionan la tarifa vigente para sus posibles suertes de encallados. Nadie se asoma a su pequeño reality de playa baja. Los nativos los miran con indiferencia y los espantan como si fueran cigarras. “Yo no los reconozco, todos tienen la misma cara”, dice la negra desde la atalaya de su cocina.
Mientras los hongos crecen en el monte, rojos, exhibiendo las alarmas de su veneno, vemos el avión del embajador gringo despedirse con su trueno. Desde el aire le señalan las coordenadas de la DEA, más sofisticadas y más inútiles que el libro de visitas de los militares rasos.
