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Inteligencia paralela

Pascual Gaviria

12 de octubre de 2010 - 09:56 p. m.

LUEGO DEL ESCÁNDALO QUE LE COS- tó la caída al presidente Nixon en  1974, el periodista norteamericano Norman Mailer dedicó algunos artículos a explicar la trama de espionaje político, escuchas ilegales, falsas auditorías de impuestos y otros juegos desarrollados por el equipo del presidente.

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En el calentamiento de una entrevista con John Ehrlichman, asesor de asuntos internos de Nixon, quien fue condenado por conspiración y obstrucción a la justicia, Mailer deja caer algunas impresiones sobre lo que podría llamarse el trasfondo de los abusos ejercidos desde la Casa Blanca. Por ejemplo, al escuchar al asesor entregando sus declaraciones a la comisión investigadora, dice Mailer: “Su actitud llevaba implícita la sugerencia de que política y moral no se destacaban precisamente por su afinidad, y que una confrontación política debía parecerse más a un partido de fútbol que a una reunión religiosa”. Casi 40 años después muchas de las reflexiones que se hicieron en Estados Unidos por el gran escándalo político del siglo XX, le casan más o menos bien a nuestro más mediocre alboroto de espionaje y abuso desde el Palacio Presidencial.

Sólo que a nuestro espectáculo le falta peso. Según Mailer, Ehrlichman tenía el tipo del boxeador irlandés: alegre de tener en frente la posibilidad de una buena pelea, confiado de sus golpes de astucia, listo para exponerse en busca de la oportunidad de un KO. En cambio, Bernardo Moreno parece apenas el ayudante cansado que pasa la esponja sobre la cara de su boxeador luego de cada asalto. Un hombre de secretos de esquina. Tan silencioso en los tiempos de poder como en los de pudor. Toca ir hasta el banquillo del jefe, peleador profesional, para ver retratado el orgullo de Ehrlichman, el orgullo que se puede lucir luego de tres rounds malos: “… no sabía pedir disculpas y sin duda tenía muy claro que la mejor defensa es un buen ataque”.

Otras apreciaciones de Mailer sobre el asesor en vías de ir a la cárcel sirven para intuir las razones de algunos comentaristas cínicos y para filar frente a la báscula a hombres de la cuerda dura del ex presidente: Fabio Valencia, José Obdulio Gaviria o Luis Guillermo Giraldo: “Señores, ustedes pueden detestar a Nixon y se pueden burlar de mí, pero no pretendan que estos pecadillos de Watergate sean algo serio, cuando todos sabemos que la política es una actividad tan sucia como el resto de la vida, y que sólo somos jugadores que eligen una y otra vez campos en un juego cuyas reglas nunca se respetan”. Incluso algunos opositores comprensivos creen que se trata con demasiado ruido una vieja costumbre sigilosa.

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Mailer sostuvo durante mucho tiempo que el Watergate había comenzado con un misterio y había terminado con varios. Demasiadas declaraciones de “hombres que parecen honestos y son espías”. Leer los expedientes se parecía a mirarse durante largo tiempo en un espejo, hasta que la imagen se hace incomprensible, ajena al estado de ánimo, extrañamente engañosa. Nuestro escándalo parece más sencillo aunque no más inocente. En un primer momento toda la historia del Watergate estaba tan agujereada que era imposible contarla en una narración. Sólo se podía pegar un arrume de declaraciones y aventurar algunas conjeturas. Pero al entornar los ojos se dibujaba un contorno suficientemente revelador: “Si falta la mitad de las piezas de un rompecabezas, es probable que, no obstante, algo se pueda reconstruir. A pesar de sus huecos, la imagen puede resultar más o menos identificable”.

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