HACE DOS AÑOS LARGOS PUBLIQUÉ una columna con las revelaciones de un soldado lenguaraz a quien recogí por los caminos de la seguridad democrática.
Su superior me lo encomendó en un retén militar y acepté con gusto la promesa de tres horas de historias de guerra entre el Magdalena Medio y el oriente de Antioquia. Ese hombre de morral a la espalda me habló de los métodos macabros que ahora escandalizan al país. Llevaba la sonrisa de todos los militares perfumados rumbo a la civil y la congoja de una bala en el codo que en pocos meses lo tendría por fuera de la milicia. Muy pronto su conversación se convirtió en un pequeño consejo verbal de guerra con un diciente diminutivo como protagonista: “Las bajitas”. Casi con ternura se refería mi lanza a los “enemigos” muertos, a los caídos del otro bando y su conversión inmediata en días de descanso y bonificaciones. “Ah, es que la moral de uno son las bajitas, eso es lo que lo anima a uno a meterse con toda”, decía mi copiloto elegido. Cuando el soldado anónimo me contó las hazañas dudosas de su escuadra no sentí escalofríos. Hablaba con una naturalidad tan infantil, con un aire tan distraído que nunca logré imaginar a las víctimas.
Unos meses más tarde comenzaron a aparecer denuncias por ejecuciones extrajudiciales ocurridas durante el 2005 en el oriente de Antioquia. En ese momento la Gobernación del departamento, 23 alcaldías, la Procuraduría General y la ONU le pidieron explicaciones al Ejército por 24 casos de dudosas muertes en combate. Según las denuncias entre los guerrilleros muertos se encontraron campesinos de Cocorná, Argelia, Sonsón, San Luis y vendedores ambulantes “reclutados” en barrios de Medellín.
Al parecer las “bajitas” eran fabricadas en excursiones de soldados ávidos de medallas al valor, ascensos, días de descanso y demás bombones de brigada. Nunca creí que las historias que mi estafeta de azar me contó esa tarde de diciembre se convertirían en denuncias con nombres propios y primeras páginas. Me habló de la rapiña de los superiores en la exhibición de las “bajitas”, de los fusiles abandonados a los que se les consigue dueño, de cómo las ambiciones por un viaje al Sinaí pueden terminar en conjuras y asesinatos.
El gobierno de Álvaro Uribe y su obsesión por los “positivos” convirtieron algunas escuadras militares en bandadas de cazarrecompensas, una eficiente fábrica de muertos que busca justificación en el triunfo contra las Farc al mismo tiempo que pervierte los galones de sus soldados. Algo parecido pasó con los interrogadores norteamericanos en Guantánamo y Abu Ghraib. Las confesiones de los supuestos terroristas comenzaron a significar regresos a casa y premios especiales. “Los comandantes, en vez de frenar las inclinaciones cercanas al Marqués de Sade que hay en algunos soldados, decidieron alentarlas y cerrar los ojos”, son palabras de un experto norteamericano en investigaciones militares.
Pero la pregunta más difícil de este escándalo macabro tiene que ver con su resaca tardía, con la indignación repentina frente a un tema que tenía cifras largas en la Procuraduría, la Fiscalía, las organizaciones de derechos humanos y las instancias locales. Sólo la aparición de los 11 desaparecidos de Soacha logró que recordara las confesiones de mi compañero de viaje. ¿Cómo se logró un letargo de tres años mientras los cazadores militares cobraban por sus sencillos trofeos? ¿Por qué los casos de Soacha tuvieron eco y los de otras regiones quedaron detrás de la tapia de los cementerios de pueblo? ¿Por qué la Fiscalía y la Procuraduría sólo gritan sus cifras ahora? ¿Centralismo, cuestión de acumulación, tiempo perfecto para la mala hora del Gobierno? Parece que la voz de Gustavo Petro, que se oye siempre como una sindicación personal contra Álvaro Uribe, logró relacionar al Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas con las muertes en ese teatro de operaciones. Y una vez Uribe entró en la función el escándalo estaba asegurado. Antes había sido un asunto entre jóvenes de barriada y tenientes atrevidos.