Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
El lenguaje de los jueces es por naturaleza engolado. Se hace enfático a partir de reiteraciones y solemnidades.
Digamos que es una costumbre aceptada a pesar de lo ilegible y soporífera. No se le puede exigir austeridad al juez cuando habla desde su silla levantada unos centímetros sobre el escenario de las audiencias. Sus verdaderas obligaciones de ascetismo consisten en utilizar su voz exclusivamente para hablar cuando se le hace una pregunta según las fórmulas aceptadas.
Cuando los jueces deciden salirse de su teatro casi siempre suenan impostados. En los últimos años hemos tenido ejemplos varios con magistrados de la Corte Constitucional. Jaime Araújo fue el más triste de los casos. Ya en el tribunal era una voz disonante. En la política hizo las veces de bufón. Fue candidato presidencial avalado por las comunidades negras y aunque no marcaba en las encuestas decía ser un perseguido. La pareja entre una excampeona olímpica de pesas, que le dio el aval, y un exmagistrado paranoico, resultó lamentable.
Otros de sus compañeros lo han hecho en voz baja y con mayor prudencia, como Alejandro Martínez, que ha sido dos veces concejal de Bogotá por el Polo Democrático. No deja de ser inoportuno y deprimente saltar del tribunal supremo al cabildo. José Gregorio Hernández también hizo lo suyo como fórmula vicepresidencial de Horacio Serpa. Como le quedaba difícil competir en vibrato se dedicó a exhibir una sentencia sobre los deudores hipotecarios como su credencial de campaña. Bueno para él y malo para la Corte. Carlos Gaviria fue quien mejores resultados obtuvo en la balanza electoral. Y se podría decir que enalteció algunas campañas presidenciales, pero al alto precio de empequeñecer a la Corte Constitucional.
Hasta ahí el asunto no pasaba de ser un salto dudoso de jueces que en muchos casos se encargaron de definir inversiones públicas, imposibilidades políticas y énfasis estatales desde sus sentencias. Porque está bien que la Corte hable de políticas públicas, pero no que sus magistrados se conviertan en políticos ávidos de público. Sólo la gresca entre el gobierno anterior y la Corte Suprema vino a dar una idea de lo peligrosas que pueden ser las aventuras políticas de los jueces. Ahora no se trataba de una simple acusación de indelicadeza judicial, sino de una batalla que ponía en cuestión la integridad de la Corte Suprema para cumplir con sus funciones. Y las planillas electorales de algunos miembros de la Corte como políticos fracasados no ayudan mucho: Jaime Arrubla, candidato derrotado a la Alcaldía de Medellín, o Yesid Ramírez, animador de reuniones políticas en Neiva. No es justo descalificar a la Corte por los arrebatos electorales de algunos de sus miembros, pero se hace más difícil su defensa.
Y el color se pone más turbio cuando aparece el logo de los partidos en medio de los procesos más sonados de los últimos días: a Germán Pabón, que fue fiscal del caso Nule, le sacaron a relucir unas elecciones de 1991 con el M-19. Tal vez suene exagerado, pero todos los procesos penales tienen algo de excesos. Y ahora resulta que uno de los magistrados del tribunal que falló contra Plazas Vega, Alberto Poveda, tuvo sus 2.264 votos aspirando a la Cámara por el Huila en 2002. Con un movimiento de la entraña del Polo. Problemas de ese ir y venir de la tarima al juzgado o del juzgado a la tarima.
