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Las Farc tienen un puñado de seguidores interesados en sus rentas y su poder en algunas regiones. Son los materialistas a secas.
También acompañan su retórica algunos nostálgicos del polvo y el odio de clase. Son los materialistas históricos. Más por rabia contra el mundo que por una filiación con alguna idea se suman ciertos radicales en las ciudades. Quienes asisten a la política con la ceguera de las barras bravas. Para completar el pequeño corral de simpatizantes están quienes se educaron en el mundo de la confrontación ideológica y no pudieron o no quisieron dejar sus libros iniciáticos. Son los enfermos de primeras lecturas. Quijotes cojos que arrastran el desatino sin la ayuda del genio.
Viendo la pálida rueda de prensa en La Habana se confirma que las Farc están enfermas de irrealidad y dogmatismo. El encierro a cielo abierto los ha hecho cada vez más tortuosos y repetitivos. Su política es un viejo catálogo de idealizaciones y reclamos que en algunos casos ya no están en la cabeza de nadie y en otros ya están escritos en la Constitución. Supongamos que el presidente, el Congreso en pleno, las Cortes y una mayoría ciudadana les dijeran: “Señores, piensen en el cambio más importante —uno solo, por grande que parezca— para cumplir todas sus demandas y anhelos luego de tanta sangre, escríbanlo en un papel y les será concedido”. Entonces ellos se irían a la selva y regresarían luego de cuatro años, divididos en tres bandos y con un temario de cinco puntos tentativos por grupo.
Pero resulta que las Farc han encontrado una compañía distante aunque efectiva. Para muchos, la guerrilla es el pretexto perfecto para arreglarlo todo, incluyendo las propias frustraciones políticas. En los últimos días he leído las ideas de María Jimena Duzán, Daniel Samper Pizano, Alfredo Molano, la redacción de la revista Semana respecto al proceso. De formas diferentes han dicho que sería deseable una negociación amplia y generosa. Hablan de acuerdos de fondo, de evitar una paz barata, de pagar los altos costos que merece el proceso, de aprovechar la ocasión para cambiar las estructuras de la sociedad colombiana. Digamos que no comulgan con los métodos guerrilleros ni con los manifiestos de Los Pozos, pero creen que vale la pena utilizar el momento para barajar de nuevo. El razonamiento es más o menos el siguiente: no importa que las Farc representen una minoría insignificante en términos electorales, vale la pena usar la anestesia que produce la esperanza de paz y hacer por vías extraordinarias lo que nuestra triste democracia no ha logrado con sus formalismos y su vulgaridad. Las Farc no aportan una sola idea, pero son el pretexto perfecto.
Como partidario del régimen democrático estaría satisfecho si el Estado tiene que hacer las menores concesiones posibles. No confío en las reformas logradas por la vía del chantaje armado. Si el Estado tiene superioridad militar y una larga ventaja de legitimidad política no veo por qué tenga que ampliar el temario más allá de las discusiones sobre justicia transicional y participación electoral. Una vez los guerrilleros estén en ese terreno deberán poner a prueba su discurso y convencer sin la pistola al cinto. No puede ser que el país haya construido durante los últimos 20 años un marco institucional plural, con problemas por resolver y avances probados, para cambiarlo frente a la esperanza de una desmovilización que siempre será parcial.
Esos llamados a negociarlo todo suenan muy democráticos, pero en últimas encarnan un profundo desprecio por la democracia construida hasta ahora.
