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La más incontrovertible participación en política de las Fuerzas Armadas en las últimas décadas se dio con su papel protagónico en el exterminio de la Unión Patriótica. Una “doctrina” que según el informe reciente de la JEP dejó 5.733 víctimas entre homicidios y desapariciones. Miembros de diferentes batallones de al menos tres brigadas del Ejército acumulan cientos de investigaciones y condenas por los ataques selectivos a militantes de un partido político. Una camisa, una bandera, un carné, un cargo menor en el directorio de un municipio eran suficientes para merecer la muerte. Algunos miembros del Ejército encontraron la forma más extrema de la deliberación política: la aniquilación de los adversarios en el terreno de las ideas.
Ahora el general Eduardo Zapateiro, comandante del Ejército, ha decidido entrar en la campaña electoral. Como si nuestra experiencia histórica desde la violencia partidista no fuera advertencia suficiente. Por algo estamos cerca de cumplir 90 años de la prohibición al voto de los militares bajo un relativo consenso nacional. Lo único que le faltaba a la campaña era un poco de camuflado. Zapateiro se aburrió de dar explicaciones respecto al reciente operativo con visos de masacre en el Putumayo y decidió cambiar de blanco. El presidente cree que el general tiene todo el derecho. No importa que la Constitución diga lo contrario: “Los miembros de la Fuerza Pública no podrán ejercer la función del sufragio mientras permanezcan en servicio activo, ni intervenir en actividades o debates de partidos o movimientos políticos”. En vista de que su voz no tiene la suficiente relevancia para marcar la campaña, parece que Duque ha decidido ceder el mando proselitista a su subalterno.
En dos ocasiones recientes el Ejército colombiano demostró respeto frente a políticas y decisiones del Gobierno que parecían una afrenta contra luchas y sacrificios militares. En mayo de 1999, durante el Caguán, Andrés Pastrana decidió el despeje indefinido de los 42.000 km² de la zona de distensión. Para esa decisión no tuvo la gentileza de pasarle al teléfono a Rodrigo Lloreda, su ministro de Defensa. Lloreda se fue y al menos 16 generales y decenas de coroneles amenazaron con seguir la marcha del ministro civil. Al final la cúpula se mantuvo. No en vano, hace unos años Malcolm Deas escribía que si el Ejército Nacional aguantó el Caguán aguanta todo, y resaltaba su “sólida doctrina constitucional”. En La Habana el propio Enrique Santiago, negociador de las Farc, reconoció el papel leal de las Fuerzas Militares: “Quiero dejar claro que la actitud de las instituciones militares ha sido unánime, transparente y eficaz en favor del proceso de paz”.
Ahora parece que las cosas han cambiado para mal. No estamos frente a una tensión entre el mando civil elegido de manera democrática y la comandancia, sino frente a un acuerdo de gobierno y cúpula para desconocer prohibiciones constitucionales y celebrar a los militares en el debate electoral, con el aplauso decidido del candidato cercano al presidente. Hace cinco años el general Alberto José Mejía, entonces comandante general de las Fuerzas Militares, decía en una entrevista: “No se permite que una persona use su uniforme, por ejemplo, para insultar a una persona o institución determinada”, y al mismo tiempo pedía que los dejaran por fuera del debate político: “Los soldados de Colombia no están para la política”. Parece que estamos en otro tiempo, el momento del ocaso del civil en la Presidencia y de la chispa del general en la cúpula.
