HACE ALGO MÁS DE MES Y MEDIO las encuestas presidenciales mostraban a Antanas Mockus como el primero en un apartado nada auspicioso...
HACE ALGO MÁS DE MES Y MEDIO las encuestas presidenciales mostraban a Antanas Mockus como el primero en un apartado nada auspicioso: tenía la mayor opinión desfavorable entre los electores y ganaba de lejos en la pregunta que representa el anticlímax para un político: “Por cuál de los siguientes candidatos definitivamente no votaría”. Fuera de Bogotá, Mockus se veía como una opción fallida, un representante del pintoresquismo político nacional.
De pronto, sus salmos a la legalidad comenzaron a identificarlo como el imán de cierto antiuribismo alejado del tono y los viejos silogismos de la izquierda. Mockus comenzó a atraer la atención con un discurso entre místico y cívico. Más tarde llegó Sergio Fajardo, y lo que parecía una simple constancia contra la corrupción y la mecánica política se convirtió en una posibilidad real. Daba la impresión de que el país había olvidado sus recelos frente a la figura del ateo más piadoso de la campaña. El entusiasmo arrastró a muchos “hinchas” verdes, aficionados por inercia, como la señora que llega a ver el partido en el entretiempo y grita sin mucho tino. Se creó una especie de estampida que atropelló hasta a los propios favorecidos: nunca parecieron preparados para ese furor repentino.
Los verdes siguieron jugando al mismo discurso de fervor ciudadano, al símbolo del parrillero que no olvida su chaleco y su casco. Se ensimismaron en medio de esos rituales de convención empresarial. En el momento de los debates, cuando la clave era el manejo del Estado, el examen frente a los retos del político y el administrador público, Mockus no logró salir de su manía de evangelizador laico. Por ejemplo, por qué el Partido Verde no fue capaz de construir un discurso sobre temas como la carretera en el tapón del Darién, el puerto en Bahía Málaga o los problemas ambientales que trae la gran inversión minera. Son debates importantes para sus electores, que hubieran justificado el nombre del partido y el bendito girasol.
Pero si en las propuestas todo aparecía marcado por dilemas éticos, unas veces pueriles y otras veces innecesarios, en las posturas frente a los contendores se llegó a las sentencias inconvenientes. Ahora parece que el ni uribista ni antiuribista de Fajardo no era una mala postura. Una forma de criticar los errores y los abusos del gobierno sin provocar la solidaridad con el candidato de la U. Claro que era necesario marcar diferencias, de eso se trataba, pero Uribe no era un blanco adecuado. Con Gustavo Petro pasaron cosas parecidas. De manera increíble, Antanas Mockus fue más duro con el candidato del Polo, con el representante de su ala moderada, que con el mismísimo Hugo Chávez. Por ahí comenzó a dispersarse la estampida. Los indignados del uribismo verde fueron a parar donde Vargas Lleras, y los decepcionados “verdeamarelos” aterrizaron donde Petro.
La más grande paradoja es que todos los mantras de la legalidad terminaron con un triunfo en el Putumayo. Un departamento donde la economía del narcotráfico ha logrado un mundo paralelo de ilegalidad en casi todos los ámbitos. Me imagino el afiche en la sede de Mockus en Puerto Leguízamo: “Raspachines certificados por el Icontec con Antanas”.
Paso a paso, Mockus logró convertirse de nuevo en un candidato poco confiable para muchos. El recelo volvió tan rápido como había desaparecido. Resultó más difícil conservar el entusiasmo que provocarlo. En últimas, Mockus estuvo muy cerca de fenómenos parecidos: en el 2006, con Carlos Gaviria (22%), y en 1998, con Noemí Sanín (26%). De vuelta a la realidad.