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LOS REPORTEROS GRÁFICOS QUE persiguen batallas con un chaleco de prensa tuvieron hace unos días un trabajo inmejorable.
Un ejército de fusiles, tanques, helicópteros, contra un bando de desarrapados con el mismo poder de fuego, motos de asalto, túneles secretos y la seguridad de estar defendiendo un territorio independiente. Todo acompañado del color local que entrega un barrio popular en Río de Janeiro, una de las favelas que los periodistas han definido como una corona de espinas sobre la cidade maravilhosa. Una guerra pintoresca entre callejones a sólo 15 minutos de Ipanema, qué más se puede pedir.
Es increíble el parecido de esas imágenes con las escenas conocidas de la operación Orión o la operación Mariscal en la Comuna 13 de Medellín. El escenario es exactamente igual, laderas que exhiben una geografía desordenada y desafiante de ventanas, cerros coronados por la cruz inmensa de un teleférico; el casting es calcado, las señoras desencajadas al pie de las puertas de lata de sus casas en las favelas del Complexo Alemao bien podrían estar en Juan XXIII o en El Pesebre; y la trama no tiene grandes diferencias: mafias locales que se han tomado los barrios a punta de fierro y advertencias y han adquirido la fuerza para retar o sobornar al Estado. Los resultados de la batalla también son muy parecidos, unos kilos de cocaína decomisados, el hallazgo de fusiles en los armarios cojos, algunos muertos y un control provisional con visita del presidente.
Las operaciones que toda Río siguió por televisión y que hoy generan aplausos en la gran mayoría de sus habitantes, tanto en los encumbrados barrios bajos como en los deprimidos barrios altos, están inspiradas en una visita del gobernador Sergio Cabral a Medellín en 2008. La fórmula habla de fuerte presencia policial y una reforma urbana que cambie hábitos y genere derechos. Los corresponsales extranjeros hablan de una operación inédita en las ciudades brasileñas, lo mismo que se dijo luego del asalto a la Comuna 13 en Medellín. Aquí hubo toque de queda y un retén militar en la puerta de la comuna durante algunos meses. El gobernador de Río habla de 2.000 policías (Unidad de Policía Pacificadora) durante siete meses en el Complexo Alemao. También las advertencias de las voces críticas en Río se escucharon en Medellín en octubre de 2002: “las cosas van a cambiar sólo si la favela deja de ser un territorio puramente militarizado… No hay salud, debe haber una mejora radical de la educación y de la red de asistencia social”.
Nos hemos acostumbrado a hacer diagnósticos específicos para Medellín, a explicar sus desangres con algunas teorías históricas o sociológicas que la enmarcan como una anomalía. Parece que esa singularidad se ha extinguido, somos parte de una patología corriente. Ahora vemos que muchas ciudades del continente sufren males idénticos. Tal vez las mejores explicaciones, sin demasiadas vueltas, las haya dado hace unos meses un capo de barrio capturado en Sao Paulo: “Nosotros somos hombres-bombas. En las villas miseria hay cien mil hombres-bombas. Ya somos una nueva ‘especie’, ya somos otros bichos, diferentes a ustedes. No hay más proletarios, o infelices, o explotados. Hay una tercera cosa creciendo allí afuera, cultivada en el barro, educándose en el más absoluto analfabetismo, diplomándose en las cárceles, como un Alien escondido en los rincones de la ciudad. Ya surgió un nuevo lenguaje. Es eso. Es otra lengua”. Hemos pasado, en favelas, comunas, villas miseria, del incipiente No futuro de Rodrigo D., al futuro imperfecto de Sebastián, Valenciano o Marcola.
