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La muerte en corraleja

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Pascual Gaviria
14 de enero de 2015 - 04:00 a. m.
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Hace unos días, la muerte de un toro en las corralejas de Turbaco desató una indignación tal que puso en peligro a los carniceros de profesión y llevó a algunos periodistas a hablar de asesinato en la plaza.

Desde la altura de las cordilleras se gritó contra los “bárbaros” y los “corronchos” de las costas y las sabanas bajas. Ahora se propone una ley para prohibir las corralejas y de paso civilizar a esos locos en las ciudades ardientes. La cultura no puede ser una confusión de sangre, alcohol y machismo patronal sobre unas tribunas de tabla, dicen los cultivados desde la ciudad amurallada o las puertas de inmigración en los aeropuertos.

En la carretera de Medellín a la Costa Atlántica me topé con varias de esas armazones donde se realizan las corralejas. La simple maraña de tablas y palos que conforman esos cosos endebles supone una tradición cultural. Esa arquitectura efímera, hecha para la fiesta y el desfogue, esa cazoleta itinerante que se levanta con barras y martillos me hizo pensar en las familias de expertos que deben sostener la “construcción” de las corralejas. En las orillas de esas plazas es fácil ver que la fiesta va más allá del ruedo y que los pueblos de algún modo cambian de plaza durante unos días. Las corralejas son sin duda un espectáculo sangriento y difícil de digerir para quienes hemos crecido lejos de sus alborotos. Es posible, incluso, que en algunos pueblos hayan entrado en decadencia y que se note el aumento de las voces locales en su contra.

Lo que extraña es que la muerte de un toro, con la carga de brutalidad innegable en el caso de Turbaco, escandalice más que la muerte de un hombre. Porque la cultura de las corralejas incluyen la sangre del toro y también la sangre de los espontáneos que van al ruedo. Muchas veces los más grandes arraigos culturales tienen que ver con la escenificación de la muerte. Hace unos meses el fotógrafo Stephen Ferry presentó una serie de su trabajo en corralejas en distintos pueblos de Colombia. Además de sus fotos trajo un testimonio lapidario: “Es que esa es la diversión que encuentra la gente de la Costa: si no hay un muerto no hay corraleja… Lo demás a la gente no le vale nada”. Los muertos de cada año en las corralejas son parte de la tradición, pero el toro “asesinado” rebosó la copa de la tolerancia cultural para muchos. Los más histéricos se dedicaron a subrayar su superioridad mostrando su desprecio por toda la especie humana por los actos de cinco o seis de sus congéneres.

En las corralejas los patrones muestran el billete para que los borrachos, los payasos y los diestros agiten su trapo y expongan la vida en el ruedo. Los almacenes anuncian en los trapos de los más atrevidos y el público termina alentando a los espontáneos con contante y sonante. No con aplausos ni rechiflas. Creo que en Colombia, contrario a lo que ha dicho la Corte Constitucional, cada municipio debería tener la potestad de decidir sobre la realización o no de espectáculos cuestionados como las corralejas o las corridas. Es un absurdo democrático que Bogotá, por ejemplo, con una gran mayoría en contra de los toros, no pueda respaldar esa tendencia social con una decisión política. Los taurinos de la capital tendrían que ir a Sogamoso, a Paipa o a otros municipios taurinos. Igualmente, nadie desde Bogotá podría decir cómo deben ser las fiestas en Planeta Rica o Caucasia. Para que la convivencia de culturas no sea solo un tema entre Europa y el Islam.

 

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